Me habría gustado decirle que lo amaba pero eso de qué habría servido, para qué habría alguien querido escuchar eso en un bus. No habría sido capaz de escuchar su rechazo ni de ver su cara de asco al saberme confesado, era más fácil así, contemplarlo en la lejura de un transporte. Le vi sus facciones, perfectas: tres pelitos en la barba, unos anteojos cafés y una mirada perdida. Quise besar sus labios. Vaya que sí. Me detuve en su bufanda y un escalofrío recorrió mi espalda, como son de sexys los hombres que se atreven a vestir un poquito femenino. Bajé a su paquete, poco pero sustancioso, de esos que uno no sabe si será en serio o solo efecto de la costura del pantalón. Me volteé para verle las nalgas y ahí estaba, esa colita perfecta que me desencajó.
Me imaginé nuestra conversación: -disculpe usted, le he visto y me he enamorado-. Por supuesto, tenía que ser así, muy formal. Me respondería: -¡disculpe usted! ¿por quién me toma?-. -Solo por un hombre muy guapo, una belleza digna de admirar-. -Pues no más, déjelo hasta ahí-. Y me habría quedado ahí, yo, con mi carota de idiota.
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