sábado, 8 de septiembre de 2012

Anónimo

— Yo creo que es mejor que no sigamos siendo amigos para no incomodar más las cosas en mi casa.
— Yo creo que es mejor que te vayas a la puta mierda.

Poco recuerdo de mi infancia más temprana, pero dentro de ese poco estuviste tú. Pasábamos noches enteras armando casas, naves y robots con fichas de colores amarillo, verde, rojo, azul, blanco y morado. Nos escondíamos de nuestros padres para ver una vez más Supercampeones en plena madrugada. Alguna vez nos escondimos debajo de una sábana para jugar ese inocente juego de darnos besos sin saber por qué. ¿Qué sabíamos nosotros de besos? ¿Qué sabíamos de prejuicios?
Un día tu mamá le dijo a la mía, de la forma más cruel, que tendrían que mudarse y que sería muy difícil que nosotros, los nenes, nos viéramos fácilmente. Ni siquiera se les ocurrió mentirnos, lo dijeron como si quisieran decir que mi padrino había llegado con regalos. Siempre supe que yo tenía la mejor memoria, pero ya no recuerdo quién de los dos corrió a abrazar al otro, como si no hubiera mañana. La profecía de las madres se cumplió y pasaron años sin saber de tí más que en los cuentos producidos en mi mente, alimentados de mi propia imaginación experta en adivinar lo que la adolescencia estaba produciendo lejos de mí.
Años después, un poco del ambiente cargado se concentró en mí generando una descarga eléctrica que bajó por mi columna; te vi de lejos. Quise hacer dos mil cosas pero tu cara seca y dura me lo impidieron. Fue el saludo de dos conocidos obligados por la tradición. Para felicidad de mi obsesión cabía la posibilidad de vernos todos los días por los siguientes cinco años. Crecimos juntos y lo que nos separó nos hizo decidir cometer los mismos errores.
Lo que vino después fue inicio y culminación de una historia que alguien tejió en sus ratos libres, con tanta parsimonia que logré descubrir sus intenciones. Mi primer beso, con sabor a alcohol y a tus labios. Mi primer gramo de tabaco acabando con mis pulmones. Las noches enteras descubriendo los gustos en común que encerraban las películas. Un fin de semana caminando bajo el sol sabanero, desgarrando las manos con rocas que alimentaban mi vértigo. Un día con tu cara toda pintada de vinilo blanco y mi boca llena de chocolate. Mi casa con ventanas rotas luego de armar en la sala un campo de guerra. Las gripes producidas por montar bicicleta sólo cuando llovía y no había un poncho disponible. Un carro montado sobre un andén por tu terquedad de enseñarme a conducir. La noche que me animé a mentirle a mi madre para salir a ese antro de la perdición. Una piscina con la calma alterada en plena madrugada cuando los vigilantes del hotel dormían y no sentían el olor a licor. Tres mil doscientos ochenta y tres abrazos en dos años y varias noches durmiendo en tu pecho. Un viaje en una nube, sólo para los dos, hasta ese lugar que me encantaba recorrer en avión, desde el que podía ver la luz de tu habitación y de la mía al mismo tiempo.
Nunca tuve la culpa de que fuera tu madre quien encontrara nuestras conversaciones. No fui yo el culpable de sus prejuicios que veían nuestro juego debajo de la sábana como la muestra más visible de la escoria que era la especie humana. Nunca hubo tiempo de volver a darnos un abrazo de despedida, como el de nueve años atrás. Mejor que dieciocho años de recuerdos quedó grabado el momento en el que me despedí mandándote a la mierda.
Volví a saber de tí trece semanas después cuando abrí un sobre con una foto de tu cuerpo lleno de sangre, junto con una nota que decía con tu letra perfecta “Ten la fuerza que yo nunca tuve.”
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Si quieren enviar su historia a #SeptiembreAnónimo sigan estas instrucciones. Para leer esta historia recomiendo escuchar esta canción









2 comentarios:

  1. ¡Me encanta! Me gusta mucho cuando tus historias me envuelven, Aunque el final sea algo... Triste.

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