Llegó a Bogotá en bus, estaba tan feliz de llegar a otro lado que ni se dio cuenta de los huecos. Se bajó en el terminal y caminó por un pasillo que le pareció simplemente eterno, después de notar que el clima cambiaba mientras se acercaba a la salida, notó por primera vez que la boca expedía un vapor helado que se parecía al de las películas navideñas que repetían en Venevisión cada domingo en la tarde. Lo estaba esperando, como habían hablado, el guajiro, un hombre grande que le había prometido un trabajo si era capaz de llegar a la capital de Colombia durante el fin de semana.
Por supuesto, llegar a Bogotá no era una tarea fácil, había que viajar a San Cristóbal, atravesar el puente a pie, conseguir una casa de cambios en Cúcuta que tuviera intención de comprar sus desvalorizados bolívares y por unos miles de pesos tomar un bus, que sale casi cada 3 horas a la capital y que después de serpentear por tres departamentos por 15 horas llega a su destino.
Su primer cliente fue un hombre callado, que pidió que le arreglaran la barba. Lo recostó en la camilla, le puso una toalla húmeda y caliente, preparó la espuma y con una cuchilla tan afilada como era posible le quitó cada uno de los pelos que cubrían parte de su cara y cuello. Se fue sin decir muchas palabras y siguió un más alto, con más pelo y con menos ganas de hablar.
La verdad es que sí quería hablar, porque no puede mantener la boca cerrada pero sabía que la mejor forma de decir muchas cosas sin casi hablar es hacer preguntas. No fue capaz de entender su acento, a pesar de haber estado miles de veces en Venezuela antes de la revolución, y preguntó de dónde era, cuando escuchó la respuesta, se dio cuenta de su ridiculez, era maracucho.
La siguiente pregunta fue de cuántos días llevaba en Bogotá y la respuesta fue que ni siquiera una semana. Le espetó que entonces no había visto un verdadero aguacero y el veneco le preguntó que si era peor que el de la noche anterior. ¿Peor? En esta sabana puede llover una semana sin parar y nadie se inmuta. ¿En serio? Si ya así estaba en problemas, había lavado a mano su ropa y todavía no estaba seca, cuánto se demoraría si el aguacero era eterno. Después le contó la travesía por el páramo de Berlín y la tristeza que había sentido de dejar a su familia.
Se levantó, le dio la mano y sonrió al salir. No tuvo que hacer fila en un banco o montarse a un sucio bus para poder descargar las ganas de hablar con alguien, a veces eso hace mucha falta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario