Corría el año del señor de 1886, la guerra estaba a la vuelta de la esquina y el llano empezaba a llenarse de liberales santandereanos que sabían que la regeneración del presidente costeño buscaría eliminarles después de casi cuarto de siglo de paz y reconciliación. Al Estado de Boyacá lo habían convocado a la nueva Asamblea Nacional Constituyente y en el aire había un sentimiento de revancha, solo estaban convocados los godos tunjanos, ni un hacendado sogamoseño. El colmo del atropello.
Ese año los Chaparro construyeron la casona de El Edén, justo al lado del camino que llevaba a El Papayo y a la pirámide. Muchas personas habrían descartado ese recodo del Río Monquirá, allí iban muchos a bañarse los fines de semana, era justo eso lo que buscaban, un lugar para descansar, lejos del pueblo pero con suficiente movimiento para tener una vida social agitada, hasta donde fuera posible.
Montaron una pared de adobe y a su alrededor le acomodaron unas habitaciones. Adentro, esas habitaciones daban a un pasillo central que rodeaba a un patio y de ese jardín se separaba del río otro muro de adobe. A diferencia del otro, no había habitaciones en ninguno de sus lados, afuera, se instalaron unas columnatas para rodearlas enredaderas y así crear una especie de porche y pórtico para atender a los bañistas. Apenas había un camino de unos 100 metros hasta la garabatera y allí se sembraron un par de sauces, al mejor estilo de las pinturas que entonces estaban de moda.
Lejos de las habitaciones, y de los muros, pero no del patio, se ubicaba el gran salón, allí se instaló una moderna cocina, una enorme chimenea y unos muebles tallados que debieron cargar varias mulas por el estrecho camino que iba más allá de Monquirá. Más allá del salón, al otro lado de las habitaciones, donde los muros se encontraban, se hizo una especie de taller para la señora, era un cuarto de costura y pintura, con ventanas a casi todo lo que rodeaba la casa, los potreros, el camino y el recodo. Bellísimo y calmado lugar para que se entretuviera con actividades propias de su género.
No había grandes cenas ni reuniones propias de las casonas de Mochacá, mucho menos era el paradero obligado que El Revés se había convertido para todo viajero que llegaba del llano con sal, ganado o negocios desde Venezuela o Europa. Apenas canapés para pasar la tarde y terminar de secar las ropas o las vergüenzas, antes de volver al pueblo con el cuerpo y los equipajes limpios.
En uno de esos paseos, la ventana mostró a la señora una visión de ensueño. Por supuesto sus ojos se desviaron más de lo común con la visita del joven hijo de una de sus amigas, casada con un Gómez ganadero, tratando de disimular el descontento de sus entrañas, se asomó a la ventana angustiada por una nube oscura que se asomaba desde la lejura. Tuvo unos minutos para ver un cuerpo blanco como la harina pero formado como el de cualquier escultura censurada que a ella le habría gustado detallar en uno de los libros que reposaban en el salón, para demostrar la cultura de la familia, no para ser leídos.
No hubo mayor forma de conseguir una audiencia privada con el joven ese día, apenas la oportunidad de verlo más cerca al dar un paseo para tomar papelón en el pórtico y de mostrarle el camino a los aposentos de la visita, donde podría ponerse ropas limpias y echarse talcos o simplemente afeitarse frente al espejo. No pudo tocar ni uno solo de esos músculos que tan llamativos le parecían.
A los pocos días inventó de ir al mercado con las criadas, de repente se lo encontraba por las calles, incluso pensó en entrar a la confesión, los Gómez eran una familia mucho más pía que la suya propia y un joven así tendría con seguridad muchos pecados que confesar, ella podría agregarle al "no recé anoche, padre" un par de frases de pecado por pensamiento y omisión. Si la Biblia no lo decía, el sentido común sí, uno no podría dejar pasar una oportunidad como aquellas de estar con un hombre de verdad y no hacer nada para que aconteciera.
Los meses pasaron y la imagen del joven bañista no abandonaba a la señora, sin embargo, como buen Gómez había ido a cuidar de sus ganados en el llano, probablemente a espantar algunos indígenas y hasta a cobrar algunas cuentas por el Piedemonte. Las noticias de las escaramuzas del inicio de la guerra se acumulaban en los telégrafos y pronto nadie se atrevía a ir tan lejos por un simple baño, era la época del miedo y mejor no ofrecer razones para acabar con la vida de nadie o la propia, si no era absolutamente necesario. Su marido, como buen comerciante, no detuvo los recorridos, salió con sus mulas temprano después de las pascuas con la intención de durar al menos un mes en la bajada a Pore, un tiempo igual llegando a Orocué y unos cuarenta y cinco días de vuelta con el contrabando, la sal y la carne oreada para vender en el altiplano, de pronto también se le escurrían entre los baúles algunos cachivaches indígenas que tanto gustaban a los curas para demostrar que en esos desdichados cuerpos no había alma, apenas vivía el demonio.
En el entretiempo, el muchacho Gómez pasó con una caballería por el camino de Labranzagrande, no reconoció su cara pero sí su hidalguía al lomo de ese caballo rusio y el corazón, como nunca hacía con su marido, se enloqueció de alegría. Invitó a unas damas a tomar té y hacer unos patrones de croché, les pidió traer la ralea para hacer todos juntos un día de campo, todavía no llegaban las historias de mujeres violentadas ni de niños masacrados, qué mal podría tener pasar el día, y quizá la noche, al calor de unas hogueras y con un par de viandas bien servidas, como en otras casas.
Por supuesto, ella puso a disposición de cada familia, una habitación, no había tantos baños como habitaciones, tendrían que compartir, los jóvenes uno, las mujeres y los niños otro, ella se quedaría en el que por derecho propio le correspondía, faltaba más. A los mayorcitos les hizo guindar hamacas en el cuarto de costuras, allí estarían más lejos de las tentaciones de las criadas, y esperaba ella, más fácil de atraer para una aventura al joven Gómez que tanto la hacía suspirar.
Llegada la noche, decidió dar un paseo por la casa, una ronda para revisar que todo estuviera en lugar y como debería ser, iluminó la cara de casi todos con un espejo, revisó los portones y las ventanas, apagó las últimas velas y le dio la vuelta a la Virgen de la gruta para que protegiera la casa. El espejo iluminador entró por la ventana del joven Gómez y lo asustó, por un minuto su cuerpo se llenó de adrenalina y emoción, la sangre tentó su cabeza y tratando de no hacer ruido también salió a dar una vuelta.
Por supuesto, él no imaginaba que fuera la señora, la artífice de las luces en su cabeza. Pensó que era una criada, o alguno de los primos más jóvenes buscando cómo escapar río abajo para encontrar prostitutas con quiénes demostrar su hombría. Al salir lo recibió una mano temblorosa y un susurro indecente, ni él se atrevería a hablar así con otros hombres. La garabatera era cerca y segura pero tal vez volver a la casa habría resultado complicado, la señora ofreció su propio cuarto de baño para una sacudida. Al final, sí era su hombría la que estaría a prueba, solo que con otro tipo de mujer y con un propósito claramente diferente.
Las primeras caricias demostraron que la imaginación y las visiones del año anterior se habían quedado cortas, el joven Gómez era mucho más hombre de lo que parecía. Así como la ropa iba acortando distancias, los gemidos y los besos aumentaban en número e intensidad. En el momento de consumar el acto en ella pasó de ser mujer a adúltera y él dejó de ser el hijo de la amiga al amante hubo un segundo en el que ella pensó que era imposible no gritar, hizo un esfuerzo y con toda su intención se tragó el dolor y lo convirtió en trémulos de placer que duraron por las horas o minutos, quién podría calcular en ese frenesí, en los que duraron hasta que ella sintió el fuerte olor de su hombre y en su interior se llenaba de ese elixir que podría ponerla en problemas.
Por supuesto, no tuvieron tanta suerte como aquella noche para que nadie se diera cuenta que habían estado juntos. Esa noche todos pensaron que habían dormido como lirones y no era cuestión de ella o del jovencito para insinuar otra cosa. El problema es que la regla no llegó y al marido le hacían falta varias semanas para empezar el camino de vuelta, no podría inventar una enfermedad para simular algún tipo de regreso apresurado. Lo único era hacer que el bebé se demorara, simular una y otra vez un parto que no se daba a término con los tiempos de su marido o buscar una matrona de esas que resolvían los asuntos.
La ventaja de la primera es que habría un hijo, alguien para traer alegría a ese caserón enorme pero con mejores genes, el problema es que si mostraba mucho de quién era habría de ser el hazmerreír de todo el pueblo y toda la llanura, más grave todavía. No tuvo coraje para llamar a alguien, se metió miles de veces a la garabatera con la intención de ahogar al bebé pero no hizo más que crecer la barriga. Prohibió los baños en el recodo y no se dio a ver por meses, el marido llegó y al verla encinta celebró con júbilo, ni se le pasó por la cabeza que su mujer le hubiera querido estoconar la cabeza ni comprarle una lima para hacerle menos visibles los cachos que le nacían del cráneo.
No hubo muchas sorpresas, nació una niña, blanca como todos, linda y sonriente. Si llevaba los rasgos del papá a nadie le importaría, burra ella que se le había olvidado que había dos opciones y solo una la ponía en riesgo.
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