jueves, 4 de febrero de 2016

Las noticias en el llano corren como la brisa veranera por los morichales, a veces uno se entera en Orocué quién se casó en Sogamoso antes de que los rayos se esparzan por la sabana. Así fue el matrimonio de don Felipe Reyes con la señorita Teresa. Ella era Moreno, como cientos de niños nacidos en el rincón de Paz de Ariporo, no porque vinieran del linaje de los hacendados de La Reforma sino porque muchos padres no habían sabido de otro apellido que no fuera ese. Pasaba con frecuencia cerca a los grandes hatos, a los indios no les habían enseñado de apellidos y muchos criollos los habían perdido en la bajada de Santander o al cruzar el Río Arauca.

Al otro lado de las montañas estaba Sogamoso, lo primero que la gente veía al bajar de El Crucero eran las vegas del Río Monquirá. Las casitas de los campesinos tenían todas una vaca, en general una normanda lechera, amarrada a un palo como si fuera el perro guardián. La entrada al pueblo la marcaba la hacienda de los mismísimos Reyes, una mansión impresionante con dos pisos y mansarda. Le decían El Revés, en el primer piso había cuatro habitaciones que conformaban las salas de estar y el comedor, la cocina y la antesala (una pequeña estancia donde los sirvientes recogían la comida y la llevaban al salón principal). Arriba se llegaba por unas escaleras estrechas, había seis cuartos. Los dos más grandes estaban unidos por una especie de tocador que el señor y la señora compartían como baño. Los otros cuatro tenían una entrada al pasillo y compartían también un tocador al final del pasillo. Estaba prohibido hacer del cuerpo en los tocadores, apenas bañarse o arreglarse, verse al espejo y tomar vitaminas. Para orinar o defecar había una especie de choza cerca al río. Arriba, en la mansarda, a veces se guindaban hamacas pero principalmente era el espacio para que los menores jugaran y las mujeres lloraran a sus hombres que se iban al monte a cuidar mañoseras.

Abajo todo el llano se había enterado del escándalo, don Felipe había desafiado al viejo Adolfo y había montado a caballo sin descanso de Labranzagrande a Morcotes para esposarse en una iglesia franciscana en desuso. Decían que había sobornado al cura, que le había ofrecido unos reales para establecer una misión capuchina en la mitad de La Victoria. Era una historia de no creer. Desafiado el padre, casado el único hijo, desvirgada la pobre Teresa en medio del páramo no había nada más que hacer, mandar caballos sabana abajo para que los hacendados llegaran a El Revés y pretendieran que el matrimonio era como se debía, con una señorita Arenas, Suarez, Gómez, Ríos, Castro, Moreno (de los de verdad) y no con esta caderona traída del propio piedemonte. La fiesta fue suntuosa, no hubo carroza ni caballo que se haya resistido a los encantos de participar en la solemne marcha que siguió de la Catedral, con sus agujas recién retiradas, hasta la hacienda allá en Monquirá.

Todos sonrieron, se tomaron unos daguerrotipos traídos especialmente desde Bogotá y se estrenó el piano que con tanto esfuerzo habían cargado mulas desde Orocué. Misteriosos son los caminos del señor, el obispo no quiso viajar hasta Sogamoso, sentía cansancio de recorrer los caminos de los rebeldes al contrario, en una carta escribió al párroco de la iglesia de San Martín disculpándose por su reticencia, debía cumplir otros compromisos del señor. ¡Pamplinas! gritaron al unísono los grandes hombres de Sogamoso, a ellos no los engañaba ese cura cacreco, simplemente no se quería meter en un lío de faldas que podría oscurecer su campaña para ser cura en Bogotá.

El matrimonio estuvo bien, en un par de años la pareja dejó de ser la habladuría de las onces, ya vendrían otros escándalos protagonizados por La Liberia, El Durazno y hasta Suescún. La vida de pueblo, placentera como fuera, no estuvo interrumpida por grandes acontecimientos. Una inundación en el llano, unos indios vistos cerca de Nunchía, un par de muertos en disputas de linderos y mucho comercio de sal y ganado con Venezuela. Doña Teresa, como pasó a ser llamada en El Revés, ocupó el cuarto al lado del tocador principal y varias noches recibió la placentera visita de su marido, que la dejó encinta dos veces. Los jóvenes se educaron, como debía ser, en el laico Colegio de Boyacá, nadie los iba a obligar a rezar si no querían, sentenció su padre, eso sí, les prohibió siquiera pensar en la escuela normal o en el seminario, él quería grandes doctores. El mayor heredó del abuelo el olor a ganado, desde pequeño aprendió a cachilapear, a marcar ganado, tenía un olfato para descubrir las vacadas en el monte, todo un llanero. Le desesperaba Sogamoso y se aburría peor en Tunja, a él le gustaba era la sabana, los esteros, las garzas y las culebras. El pequeño en cambio soñaba con vida encumbrada, casa en Mochacá, finas telas y demás, resultó médico graduado de la Universidad Nacional, compartió aulas, no al tiempo pero sí en simultánea, con otro paisano, el también ganadero Sandoval, que se había ganado fama de servicial y presto.

Entre los dos, no que los tuvieran juntos ni al mismo tiempo, tuvieron 7 hijos y tres hijas. Toda una gallada de gente fina para civilizar las tierras del llano. El viejo Felipe no alcanzó a ver el tren llegar por primera vez a Sogamoso, la muerte lo llamó casi una década antes y su muerte, como su matrimonio, se escuchó en el llano entero. Todos en Sogamoso rezaron los nueve días completos, faltaba más, el hombre no quería a los curas pero su alma bendita tenía que alcanzar los altos designios del señor. A la villa, que se preciaba de ser republicana y liberal, llegaron dos hermanos de doña Teresa, ninguno había pisado jamás el altiplano y en el recorrido por poco los mata una neumonía. Hubo que conseguirles ruanas y ponerles unos zapatos casi desamarrados para atajar esos pies bravíos que se curtieron en el llano.

Doña Teresa presentó a los primos, todos hombres. El mayor de sus hijos había también heredado el nombre del abuelo mientras que al pequeño le habían puesto el innovador Sergio, de pronto por eso le había gustado la medicina. Tenían dos primos, Justo y Antonio, los apellidos nadie los sabía, nadie siquiera los preguntaba. Compartieron la primera noche en un burdel aguas abajo del río, cerca a la entrada del camino de Tibasosa y allí Antonio se ganó una fama de buen amante que alcanzó los oídos de las más cultas damas que hacían mercado en la Pilita de la Unión. Llanero exclamaron algunas que habían sido tentadas por hombres sudorosos y sin pelos que traían de las planicies para servir de jornaleros. No había temor de dios en todo lo que decían, mujeres desvergonzadas habían sentido placer más en la soledad de una caballeriza o en un tocador privado. Sus maridos pasaban tanto tiempo en la llanura que ni se enteraban, ninguna quedaba encinta, al menos no parecía, los niños todos salían monitos como el sol que alto se encumbraba en el cielo.

Antonio se quedó en Sogamoso para cuidar a la tía una vez pasaron los funerales. Tenía qué, Adolfo aprovechó la caravana para bajar a La Victoria y Sergio corrió a Bogotá a practicar las técnicas del cuchillo, en el Hospital San José las monjas no confiaban en esas técnicas modernas de cortar para curar, siempre era mejor rezar. Por supuesto que ella ya había escuchado la fama del sobrino pero nunca imaginó que el valentón fuera a visitarla, como hacía el marido de noche.

¿Cuál marido? Ella nunca imaginó que un miembro la pudiera penetrar tan al fondo ni tan rico, no creyó posible tener que ponerse la almohada en la boca para evitar los gritos de placer que le provocaba su sobrino cuando la hacía cabalgar como amazona su cuerpo desnudo, no sabía que se podían practicar otras posiciones que no fuera la que recomendaban las sagradas escrituras y mucho menos se le había pasado por la cabeza que la podrían poseer por el ano. Antonio había demostrado tener una fuerza sin igual para abatirla en la cama y con docilidad hacerla sentir mujer. Eso era lo que sentía todas las noches.

Era una viuda, una viuda producto de un matrimonio que seguramente despertaba todavía comentarios de borrachos o en privado. Ella no se podía exponer a otro escándalo, no habría de ver las montañas nunca más si cometía tal pecado. Pero cómo estar ahí, en esa fría tierra, si ella lo que quería era ser poseída por el demonio que su sobrino llevaba dentro. Se voló.

Al amanecer tenían los caballos listos y salieron al galope por un camino retrechero que seguía de cerca al camino del Crucero pero que no dejaba pistas, lo usaban contrabandistas del Vichada y bandoleros que iban a cazar indios. Nunca se había sentido tan libre ni tan feliz. Casi que no lo creía. Atravesaron el páramo cerca a la iglesia donde se había desposado por primera vez y gritó de placer varias veces entre frailejones, después a los pies de yarumos y por fin en las raíces de un mango. Había vuelto a la tierra caliente pero ya no estaba joven como antes. Llegó a La Victoria antes de que el escándalo se hiciera público y convenció a dos peones a que le montaran un rancho lejos, allá cerquita al caño Seco.

Vivió poco tiempo, los pulmones se resintieron con las faenas sexuales en las alturas y ahora en pleno invierno de julio la humedad la habría terminado de matar. No durmió muchas noches con su amando, apenas podía respirar cuando se lanzaba un aguacero y tosía sangre, la boca parecía su vergüenza, cubierta de sangre constantemente. Murió de en un ataque de tos y Antonio no tuvo más remedio que llevarla a La Victoria, la dejó tirada en el portón de arriba, envuelta en una sábana y silbó hasta que vio la luz de un fósforo aparecer, sabía que su primo lo mataría para darle escarmiento y salió corriendo monte adentro. Don Adolfo la recogió y no derramó una lágrima, mandó un peón a volar a Sogamoso a anunciar la muerte de su madre y preparar su funeral, que llamaran a su hermano, que le pusieran un novenario. Dos mulas cargaron el cuerpo de su madre montaña arriba sin descanso y cuando llegó a El Revés ya olía a mortecino, a pesar de que la habían llenado de sal para que durara un poco más. La enterraron en El Laguito, sin bombo. Por idea de Sergio la metieron al mismo ataúd de su padre, para que la muy puta no se le volviera a volar.

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Esta historia se lee mejor escuchando esto: https://www.youtube.com/watch?v=Y-3tZb7-x6M

3 comentarios:

  1. "...los niños todos salían monitos como el sol que alto se encumbraba en el cielo."

    Cómo me gusta leerte y pensarme a tu lado contandome todas estas historias que sólo tu sabes contar.
    Te amo.

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