martes, 6 de marzo de 2012

Una mañana sin nombre

Este es un recuerdo que es más tenue cada día que pasa. Con el consentimiento cedido por la falta de atención, sumado al hecho de recibir aportes voluntarios o más bien aportes solicitados de la manera más comedida, decidí cometer la fuga.

No puedo precisar fechas, no estoy seguro del tiempo y los retazos de mi memoria pueden estar contagiados por la memoria de quienes han querido compartir conmigo lo que pasó, así que no diré sino que fue hace mucho tiempo, hace muchos años, hace muchos ayeres y como para contrariar, no en un lugar muy lejano.

Era una mañana de un día anónimo, podría reacomodar la sala de mi casa para que correspondiera a la de la época, serían necesarios algunos muebles en cuero azul oscuro, asentados sobre sendos artilugios de acero cromado que los hacían mantenerse erguidos y a la espera de alguien que llenara su vacío que más que vacío era soledad.

Las paredes debieron haber sido blancas, justo como ahora, pero manteniendo su aspecto liso y libre, sin pegotes de marmolina. Un cuadro grande junto a la puerta con un niño de mirada triste que todos decían que era yo. En cada esquina un par de gatos que emergían a partir de manchas y líneas, en fin, varios retablos con recubiertos con colores pigmento como testigos.

A pesar de estar solo en la sala, esta vez no iba a jugar a la tienda o a hacer arepitas de plastilina, no había tiempo para juegos, sencillamente tenía un plan y quería llevarlo a cabo. Nadie sabía lo que mi pequeña mente maquinaba, ni la razón para embarcarme en una labor un tanto arriesgada para mi edad. Mamá en la cocina preparaba el almuerzo, yo jugaba en la habitación de al lado, nos separaba una pared y el ruido blanco que producía algún programa de televisión que habían puesto para que me entretuviera. La puerta de la casa estaba abierta.

Papá entró, cansado, saludó y se recostó en el sofá con la cabeza apoyada sobre el espaldar. Cerró los ojos.

- ¿Qué me trajió? - Habré preguntado y supongo que la respuesta a mi pregunta fue algún paquete de galletas que sacó del bolsillo, esa era la costumbre, así lo marcaba la tradición.

Pasaron unos minutos, en la cocina se podía escuchar el sonido de la olla 'pitadora', el almuerzo ya iba a quedar listo. Necesitaba seguir con mi plan, quedaba poco tiempo.

La luz del sol entraba por la ventana e iluminaba toda la habitación, me acerqué a papá estirando la mano derecha mientras la izquierda la ponía detrás de mi espalda, empinándome a más no poder, logrando así que mi ombligo emergiera de la camiseta. Entonces le dije:

- Papi, ¿me da una moneda?No había manera de negarse ante tal solicitud, la inocencia acorralaba cualquier posible duda acerca de mis intenciones, así que sin más, obtuve la última pieza de mi rompecabezas.

Una sonrisa se dibujo en mi rostro, los risos negros y alborotados, disimularon el entusiasmo de unos ojos oscuros que brillaban de emoción, tomé la moneda, subí las escaleras al ritmo que mi pequeño cuerpo me permitía, busqué en el armario algo para empacar mi ropa, desacomodé los cajones, busqué debajo de la cama. No alcanzaron a pasar más de un par de minutos cuando ya estaba bajando la escalera de nuevo. Una lonchera de tela y una maleta diminuta, cada una con un par de calzoncillos de colores. Todo mi mundo cabía en dos maletas y sólo me importaba la ropa interior limpia.

Papá tenía los ojos cerrados y respiraba tranquilo, podía escuchar cómo mamá comenzaba a servir en platos el resultado de varias horas cortando, picando y preparando. Debía darme prisa, aproveché el momento y pasé lo más rápido que pude hacia la puerta, que para completar mi felicidad, seguía abierta. Sin dudarlo una sola vez bajé las escaleras hacia el patio comunal, lo atravesé, abrí el portón y llegué a la avenida.

Me quedé muy quietecito y atento viendo los buses, esperando el que necesitaba, quería ir donde estaban mis hermanas, algún bus tenía que decir 'Cachipay', no sabía cuánto tiempo debía aguardar, pero estaba dispuesto a soportarlo. Una maleta en la espalda, en la mano izquierda la lonchera agarrada con fuerza y en la derecha una moneda gigante de 10 pesos, plateada y brillante: mi boleto de huida hacia la libertad.

En realidad la espera no fue larga, mis planes se vieron frustrados, mamá llegó a la avenida corriendo y tan asustada como nunca me imaginé verla. No logré identificar el bus, no pude leer el tablón y no supe cuál ruta me servía. Al final mi estrategia meticulósamente estudiada no dio el resultado esperado, olvidé tener en cuenta que no sabía leer y que el pasaje de bus no costaba 10 pesos. Tenía a penas 3 años y algunos meses, dejé muchos cabos sueltos, pero para ser mi primer intento me faltó muy poco para concretarlo.

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Esta entrada se la debo a Juan Muñoz, el señor que tenía miedo de perder sus orejas en Brasil. A @cosianfiro gracias por escribir. Recomiendo escuchar esto para acompañar la entrada

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