Recorrí la Carrera Séptima. Eran las cinco de la tarde. Y sí, huele a pollo y la gente es para allí y para acá, en un ajetreo, como en todas las ciudades. También estaban a lado y lado los habitantes de la calle, sucios y desamparados, como en todas las ciudades. Asimismo, me estrujaron señores y jóvenes corbatudos, con cara de cansados, algunos con cigarrillo en mano, y otros con paraguas colgado en su antebrazo, como en las ciudades donde no para de llover.
Las paredes me hablaban a gritos. Me expresaban lo que los “rolos” sienten a diario a través de diferentes tipografías y figuras. Había mucho color. En esos muros se leían mensajes en contra del gobierno, la corrupción de nuestro país, o la desigualdad que vivimos a diario. Todavía se observaban rastros de la Ley 30.
La infraestructura es muy interesante. Las construcciones coloniales fusionadas con los modernos edificios me llamaron mucho la atención. Ese contraste le da un toque diferente. A mí me gustó. Lo que no me agradó fue la poca cultura de algunos bogotanos que se refleja en el suelo: muchas basuras.
Los escombros y las cintas de “peligro” también abundaron. Hay que tener la casa ordenada así se estén haciendo arreglitos. Uno no sabe cuándo le llega la visita. Pero, me sigue gustando la capital.
Cruzar cualquier calle fue un desafío. Mientras la bombilla roja del semáforo le indicaba a los carros que debían parar, el muñequito que tenía al frente mío, también en rojo, me señalaba que era el momento para que yo pasara. Allá como que todos cruzan en rojo.
Monte en “transmi”. En hora pico. Fue muy gracioso porque descubrí que no es tan horrible. El metro de Medellín también es así de concurrido. Solo los diferencia el orden en cada una de sus estaciones y que no es tan complejo. Hay que tener buena memoria para no perderse en el busesito rojito, grabarse un poco de números y letras. Pero de resto, todo bien.
El último lugar que visité fue La Candelaria. El reloj marcaba las seis y cuarenta de la tarde cuando inicié mi recorrido por esa calle adoquinada, estrecha y empinada. Me cansé muy rápido porque ese día la caminada fue larga. Sólo alcance a subir hasta “La calle de los amigos”, así se llama. Estuve pendiente que sí fuera de los verdaderos, y no de los amigos de lo ajeno. Fue una buena experiencia caminar por allí.
Comprobé que Bogotá podría ser mi segunda casa. Me amañaría y sería de todo mi agrado, solo les sugeriría darle una limpiadita, nada más, porque la lluvia ni el frio me estorvaron.
Para terminar, llegue a Medellín satisfecho, no solo porque conocí las instalaciones de varios medios de comunicación que están allá, sino porque verifiqué con mis propios ojos lo que Sanín tanto odia, y expresó en su columna publicada el 18 de diciembre del año pasado, en El Espectador.
Solo le digo a “Caro” que tiene toda la razón cuando señaló que “los barrios de los trabajadores son polvorientos”, porque así es, fui testigo y lo comprobé. Sin embargo, a mí sí me gustó Bogotá. No me importa si es polvorienta. Me pareció chévere aún cuando se escucha la sirena de una ambulancia cada 15 minutos. A Sandoval, lo felicito por el orgullo que siente por su ciudad, y lo bien que la elogió en su texto, el mismo que invita a conocer la urbe donde hay de todo un poquito.
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Esta entrada es una columna de Juan David Alcaraz que fue publicada en este blog. Ayer me la ofreció y aquí está
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