miércoles, 18 de octubre de 2017

727

Acabamos de almorzar, pedimos un taxi y nos fuimos al extinto Carrefour a comprar unas pinturas. Todo se había acabado 4 semanas atrás después de un fin de semana que comenzó con muchos tragos suyos, unas clases mías y dos noches de dormir juntos sin tocarnos. Hicimos una última vez el amor a las carreras, compitiendo contra la restricción de pico y placa y no nos dijimos nada. Por semanas hablamos de negocios, cuando ya nos habíamos dicho todo lo demás y yo cumplí con mi palabra, de algo no se puede quejar es que soy un hombre que hizo todas las cosas que le prometió.

De repente, íbamos con dos baldes de pintura verde, yo iba pensando en el viejo hospital del Seguro Social que tenía un color muy parecido en Sogamoso cuando, atravesando el puente me quedé quieto. Él pensó que era el peso y también paró y me dijo que eso era justo lo que necesitaba, descansar. No dije nada y me quedé ahí, embelesado viendo el 727 despegar del altísimo aeropuerto de Bogotá a medio día.

Y entonces me acordé de Chicago, esa grabación en la que el piloto comentaba cómo el motor trasero impulsaba al 727 como ningún otro avión nunca antes había sido lanzado por los aires. Ahí estaba, ruidoso como él solo, dejando una estela de humo gigantesca, recordando que solo un avión con ese impulso de cola podría soportar el calor y la altura de El Dorado. -Que maravilha, que coisa linda, que é o meu amor-, dije, apenas por el placer de cantar, cogí la caneca y empecé a andar.

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