Me despertó un sonido que me aturdió, quedé de pronto sentado en la cama, a pesar de que su brazo y su cabeza estaban descansando en mi pecho. Era domingo, hacía ese frío típico de las primeras horas de la mañana, había pocas nubes en el cielo y el pronóstico era de gente muy guapa en la ciclovía, tal como pasaba en cualquier otro soleado día del señor. Un segundo me demoré para pensar que un avión nos iba a estrellar. Nunca sentí la muerte tan cerca ni tan aterradoramente sobre mí.
Los aviones que salen de El Dorado muchas veces cogen la ruta hacia el oriente y se enfrentan a los cerros antes de girar al sur o al norte. Miles de veces lo he visto de frente a mi casa antes de hacer el cambio para salir de la sabana. Esta mañana, me imaginé, un avión no había podido coger altura en el ligero aire bogotano y se dirigía de frente a nosotros. Que mala forma de morir, pensé, quién me mandó vivir tan cerca a las montañas, qué necesidad el aire puro de las madrugadas y el sonido de los pájaros de las montañas.
Dejé de estar sentado y me paré a la ventana, reacción que varios vecinos tuvimos, uno de al lado estaba vestido con unos boxers rojos que yo pensé que ya no vendían y otra estaba con una pijama que parecía una batola como las que usan las gringas para dormir. Los tres buscábamos en el cielo lo que nos iba a acabar.
De repente, a toda velocidad, pasó un avión militar, como entrenando para el desfile y me acogió una furia sobrenatural. ¿No podían jugar con sus avioncitos en otro momento? ¿No podían entrenar en algún otro lugar? No, tenía que ser en la única mañana en la que podíamos dormir arrunchados.
Él apenas si se inmutó, el sonido lo despertó pero no lo afectó tanto como a mí. Volví a la cama, le di un beso con aliento de dragón y lo abracé, me tomó mucho tiempo volver a dormir, a pesar de que él estaba ahí, acostado al lado mío, escuchando mi corazón latir, como si eso fuera lo único en la vida que necesitara para vivir.
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