viernes, 9 de mayo de 2014

De cómo perdimos a Raquel

Había sospechado que en algún momento habíamos perdido a Raquel. La primera pista que tuve fue que desapareció ese cabello corto y azabache que tanto que gustaba en el colegio, la recuerdo, con sus colitas a cada lado que mal demoraba en poner y ellas, tercas, caían desparramadas por el piso.

Por supuesto, uno podría pensar que todo se dañó el primer día, en el que sus padres decidieron combinar el nombre de la preferida de Jacob con un homenaje a la constelación de Orión, que tanto brillaba esa noche ¿o era su nombre un recuerdo de alguna crónica de la famosa periodista italiana? Nunca estaremos seguros, para que la historia mantenga su propio romanticismo vamos a quedarnos con la versión romántica que conecta a su vida con la formación estelar.

No, a Raquel la perdimos el día que conoció el amor. No fue cualquier amor, fue una tormenta, uno de esos que llegan y quieren arrasar con todo. Este llegó de noche, con tragos y le hizo perder a Raquel lo más preciado, la dignidad. Camilo no era cualquier hombre, había visto su vida abatida una y mil veces,  debajo de las cenizas del matoneo y la desolación encontraba fuerzas para enfrentarse al mundo y levantar la cabeza alto, como si nada hubiera pasado.

Camilo sabía que con dos aguardientes más el mundo podría ser suyo. Raquel no quería llevar la cuenta  de cuántos rones hacían falta para perder la noción de la vida y por eso prefirió recibir un último sorbo de whisky de dudosa procedencia y sentarse en el alféizar de aquel extraño paraje. Volteó la vista y no encontró lo que buscaba, un referente familiar. ¿Dónde estaba? ¡Qué importaba! Recordó que tenía que comprar el periódico y tal vez conseguir el teléfono.

Adriana, por su parte, estaba pendiente de buscar un transporte de regreso a Belencito, tarea nada simple considerando que sus papás habrían encontrado desafortunado que ella llegara antes del amanecer en una noche como aquellas. No, no era libertinaje, apenas un ruego constante para que ella buscara el mundo, volara si se quiere.

Por supuesto, nosotros, los hombres, recién desembarcados de San Andrés, habríamos querido seguir bailando. Cuando nos sacaron de ese horrendo salón setentero nos acomodamos en un andén y vimos como Camilo hacía lo que, entonces ingenuamente creíamos, sería su único encuentro gratuito con la ternura de un beso, el desgarrador abrazo sexual.

No, no tuvimos la dicha de ver el momento en que perdimos a Raquel, ella tampoco lo recuerda. Dependemos apenas de los reportes de terceros y de cómo sentimos que el sino de nuestras vidas había tomado un nuevo rumbo la mañana siguiente. Pudimos sospechar que Raquel también sería una víctima, yo estaba preocupado por los besos que Mónica me negó y que su amiga, tantos años después no puedo recordar su nombre, consoló. A Felipe le inquietaba saber que era esa madrugada en la que comprobaría que era un genio pero que le iba a dar tiempo al tiempo para dar el sí.

No hubo tiempo para reaccionar, después del que prometía, esta vez sí, ser el último trago, Raquel se dio la vuelta y encontró una cara reconocible, al fin. No tuvo mucho tiempo para pensar, apenas sintió una lengua dentro de su boca, encogió los hombros como cuando hacía al recordar a alguien o tener pereza de estudiar y siguió el juego. Sintió el avance de los labios de Camilo por la comisura de su boca y de pronto sintió el sabor a vómito.

Se separó con un impulso rápido y grosero, que debió emplear en el primer momento. No supo cómo reaccionar ante la risa estupefacta de Adriana y prefirió aceptar otro trago de aguardiente. Despertó asustada al medio día. ¿Sería verdad? No, no podía ser. Revisó a su lado y no había rastros de Camilo ni de trago. Tenía, eso sí, una nota de su mamá que la felicitaba por haber entrado en la Universidad Nacional y pidiéndole que llamara urgente a Adriana, algo realmente espeluznante había pasado la noche anterior. Entonces era cierto, ese día, Raquel se nos perdió.

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