No soportaste mis miradas y de la nada hablaste: —Hola, ¿cómo te llamas? —Javier, qué bonito día. —Yo tengo mucho frío, mejor me voy. —Te amo.
Y así fueron mis días, absurdos como esa la primera frase que imaginé decirte. Terminé condenado a repasar mis conversaciones contigo, a pensar en qué pudo ser de nosotros si hubieramos coincidido una vez más y el miedo que me producía pensar en hablarte tan solo hubiera desaparecido.
¿Recuerdas nuestra primera tarde juntos? Parecíamos adolescentes descubriendo qué era un beso. Llovía en toda la ciudad y estábamos en un parque abarrotado de árboles. —Nos mojamos mucho, subamos a tu casa, propuse. —No quiero, soy más feliz acá. Siéntate a mi lado. Te apuesto que no nos va a importar la lluvia si nos quedamos juntos acá. —Sólo si prometes que no sentiré frío.
Y no fueron los besos bajo la lluvia, fueron tus brazos al rededor mio hasta un atardecer, fueron las gotas bajando por tu cara, fue quitarte tu camisa queriendo protegerte de un resfriado.
—Escapémonos-, me dijiste. —¿A dónde?-, —A donde queramos vivir solos-. —¿A una ciudad lejana?-. — Sí, a la orilla de un lago, donde haya mucho sol y llegue mucha brisa-. —¿Y toda tu vida acá?-. —Toda mi vida la llevo conmigo.
Fuiste todo un cliché, todo un sueño, desde el día en que te idealicé. Te hice perfecto, aunque no lo eras. Nunca pensaste en estar conmigo, pero aún así me dejaste siempre a tu lado. A decir verdad, te dejé yo a mi lado, fuiste mi fantasma.
Justo ese martes había visto a la cizaña crecer entre las flores en nuestro balcón. El día fue gris y pasó agitado y lleno de melancolía. Llegó la noche y el sol se había ocultado sin ver tu sonrisa perfecta. Desde que abrí la puerta mis esfuerzos por encontrarte fueron insuficientes, hasta cuando creí que debía mirar a través de la ventana que daba a la calle, desde nuestro piso 19.
—Camina despacio hacia mí, con cuidado. Te quiero conmigo hasta el final de nuestras vidas. Sabes que por tí cambiaría lo que quisieras. Sabes que serás feliz y yo sonreiré cuando despierte a tu lado.
No pude contar los segundos que pasaron antes de que las cosas ya hubieran cambiado. Puedo recordar el color de tus ojos mientras te agarraba fuerte. Tenías la misma sonrisa que conocí el primer día, cuando me dijiste que tenías frío. A pesar del viento que nos quemaba, aún podía sentir tu piel suave y tu olor inconfundible y delicioso. Por primera vez tomé la iniciativa:
—No siento la mitad de mi cuerpo, pero duele mucho. Te amo, hoy lo digo y lo siento de verdad.
La sangre al rededor de nuestros cuerpos inmóviles me fastidió un poco. No recuerdo el instante en que decidí tomar tu mano y lanzarme contigo. Eras la obsesión, mi obsesión y contigo fui feliz.
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