Tanto tiempo negándome que te amaba había sido la codena autoimpuesta por culpa de mis miedos, el de perder la estabilidad de aquel niño jugando a ser hombre, el dejar de ser el yo frío, practico y poco sentimental del que todos querían o admiraban algo.
Era imposible verte con otro y no sentir ese vacío en el estomago, el no querer quitarte de sus brazos y llenarte de los míos, era imposible no acercarme a la barra del bar y pedir más licor; tal vez embriagado dejaba de sentir y podría buscar la diversión que estaba necesitando. Me sentía patético digno de las burlas de mis amigos que jamás sabrían lo que estaba sintiendo, pues a pesar de todo sabía como ocultar esas heridas que me había hecho, la música logró desaparecer de mis oídos trataba de forma inútil guiar mis oídos hacia tu voz, esperando que no le dijeras a quien te acompañaba que le amabas, como no podía mirarte pues no quería ser evidente no puede notar como en medio de risas y conversaciones vanas, te acercaste a saludarme, siempre con ese maldito brillo en los ojos que me enloquecía, fue imposible no abrazarte con toda la fuerza que tenia, pues a pesar de lo lejos que te había mandado, ahí estabas y mi corazón de una u otra forma te necesitaba, así fueran unos instantes.
Tal vez fue una locura invitarte a la mesa, decir que no importaba que tuvieras compañía, tal vez fue mi orgullo el que hizo levantarme y buscar a tu compañero para que se nos uniera, tal vez fue mi costumbre de controlarlo todo la que inicio el juego con licor para embriagarlos y aprovecharme. Tal vez era mi amor mal enfocado el que me llevó a decirte, “déjame llevarte hasta tu casa” al notar que aun me mirabas con tanto fuego en tus ojos. Me deje llevar por ese oportunista y te lleve a mi cama para besarte con locura, tocarte con seductora violencia.
Ahora con el sol en la cara, es mi miedo quien te dice “es mejor que te vayas, no quiero hacerte daño de nuevo” y al final me duele más tu partida que la misma bofetada que me diste por despedida.
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