-Ves, te dije, iba a haber fila-.
Rarísimo, en esa época del año y a esas horas era fácil sentarse en cualquier restaurante de la ciudad. No había nieve, los últimos copos habían caído la semana anterior pero la gente seguía usando gorros, bufandas y guantes para darse calor. Como se veía de linda y elegante Nueva York sin turistas, sin basura y sin niños. Habían salido del MET después de recorrer la vista por la última vez que estarían en la capital del mundo el tesoro de Machu Pichu y habían caminado por la 77 hasta la segunda.
En Lenox habían visto la cara de angustia de un joven que gritaba desesperado por un doctor porque la mujer que estaba a su lado estaba a punto de parir. Se dieron un beso, es como si la alegría de esos padres les hubiera señalado el amor que se tenían. Caminar por esas estrechas calles siempre era una experiencia diferente. Aunque ese trayecto ya era conocido, pues era en la 77 donde siempre abordaban el metro de camino o regreso al Central Park ese día les había parecido particularmente oscuro.
Pasaron la baranda verde del subterráneo que siempre les había causado escozor y dos cuadras más allá encontraron la puerta roja que estaban buscando. Eran las 8 de la noche, sí, era hora de comer, pero ese era uno de esos pocos lugares que todavía quedan en la ciudad donde no ha llegado un crítico del New Yorker o del Mirror a contarle al resto del mundo que la comida es fabulosa. La pareja de dueños eran un chino y una mexicana que se habían conocido un par de años atrás en Baton Rouge y se habían volcado a Nueva York para buscar fortuna, habían arrendado un cuchitril que solía ser un mercado y habían montado una exquisitez culinaria en las afueras del Upper East Side.
Una noche un chaparrón los había encontrado en esa justa cuadra y habían entrado por la puerta roja en la que vieron una chimenea y dos parejas. Se habían comido un par de burritos con salsa de soja y habían quedado encantados. Conocieron a los dueños, se encantaron por las historias de ese sur que tanto conocían y querían y se habían prometido volver siempre que fueran al MET. No habían dejado de cumplir su promesa.
Una pareja de media edad y un joven esperaban afuera a que los comensales se levantaran. A la puerta se asomó el chino y les ofreció un té y prometió atenderlos pronto. Se cogieron las manos, se abrazaros sin que las manos siguieran entrelazadas. La espera demoró media hora. Alcanzaron a comentar las piezas que no eran para nada gloriosas y se preguntaron por qué después de tantos años los de Yale habrían decidido entregarlas. Uno buscó los bolsillos del otro y con delicadeza se robó un chicle.
El té llegó con una prontitud esperada y el frío amainó, se convirtió en una ola que empezó desde las manos hasta el resto del cuerpo. El chino los puso en una lista inventada de reserva y los metió a una mesa enana. Se quedaron viendo a los ojos mientras esperaban un menú tantas veces repasado. Se quedaron en silencio, al paso de los años habían aprendido a disfrutar de sus silencios. Un beso, un abrazo. Un primer te amo.
Me encanta la mezcla de la historia con la realidad neoyorquina. Flawless!
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