Dos días antes te había soñado. Cuando te vi aceleraste mi corazón, fingí que no pasaba nada. Me hablaste y sorprendiste. Como un ataque suicida en tiempo de guerra lanzaste tus palabras y disimulé las que salían de mi boca nerviosa. Decidí soportar cinco minutos aguantando a una desconocida hablando a gritos en medio de esa revolución, los cinco minutos más largos. Fui tu amigo, como de hace años, planeamos una vida juntos, vivimos el amor más fugaz y menos profundo, me diste besos, mordí tus labios, disfruté cada milímetro de tu mentón y de tu cuello. Memoricé tu aroma, la suavidad de tu piel y el color de tus dientes.
Sólo cinco minutos y ahí te quedaste. Maldito. Te amañaste junto a mí. Tu saco de lana y tu sonrisa perfecta se quedaron a vivir conmigo. Te aparecías de repente en medio del montón, me robabas mi sonrisa y mi pensamiento. Empecé a buscarte entre las caras de esa gente que camina con frío, rápidamente, afanados por todo y por cualquier cosa. Siempre te encontraba.
Eras terco. Insistí en que no era el momento para estar contigo, te advertí de las consecuencias, te dije que algún día volvería a verte. Era mejor estar lejos, no pensar en tí, que tu siguieras con tu vida, yo volvería a la que aún tenía por mía.
Ese día, muy soleado, sólo vestías una camiseta. Hasta ese momento todo había sido tranquilidad. No podía creer volver a tenerte al frente. Recordé mi historia contigo, supe que no había sido fugaz, pero sí intensa. Acabaste con mi monotonía y rompiste mi vida en pedacitos que quedaron en un desorden agradable. Cuán iluso se puede ser. Supe que no había fundamento para lo nuestro. Te odié como nunca había pasado. ¿Por qué no te largabas? No te quería cerca. Tú y tu saco de lana y tu sonrisa perfecta.
Sólo un golpe bastó. Ya estabas contra el suelo y tu cabeza sangraba. Un puntapié y no te moviste. Claro, quedaste inconsciente, no sufriste mucho. Tu charco ensuciaba mis zapatos. Te vi maltrecho y sólo acomodé tu brazo torcido. Me acerqué y te susurré cuánto te odiaba. Odiaba haberte tenido en mis brazos, odiaba haber sentido tus labios rozando los míos, en medio de la gente, sin nada que importara. Odiaba que me hubieras arrebatado el control de mis pensamientos. Odiaba que fueras para mí.
No quise verte al alejarme, ya no había curiosidad. Siempre me había quejado de mi frialdad y de mi poca fuerza; hoy era la excepción. Mi cara lucía una sonrisa de satisfacción. Sólo la podían ver aquellos que cruzaban mi camino, mientras yo buscaba un nuevo rostro en esa multitud, una nueva sonrisa para maldecir.
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¿No les pasa que se vuelven más amigos de los novios de sus amigos? Bueno a mí me pasó con Fran. Ayer compartió este texto conmigo y aquí está. Por cierto, él sí se llama Javier
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