Esta historia comenzó en el Parque Olaya, justo debajo del gigantesco reloj que daba la hora a los trenes. Esteban estaba con una amiga y Daniel llegó caminando solo. Se dieron un abrazo que duró la segunda eternidad, la primera fue el tiempo que duraron hablando y contando su vida. Esteban tenía unos dejos raros al hablar, había vivido dos años en Argentina y en su acento paisa se habían camuflado algunas palabras porteñas. Los tres empezaron a caminar y Daniel, amante de las sociedades secretas, empezó a describir los símbolos masónicos que abundan en el parque.
No se dieron cuenta a qué horas salieron del parque ni cómo terminaron en una heladería riendo de viejas historias como buenos amigos de infancia que se encuentran después de tantos años. No, no eran amigos, habían sido cómplices desde que se conocieron en una sala de chat a finales de los 90. Daniel era de Cartago y Esteban de Pereira y después de muchas vueltas habían organizado una reunión, era la primera vez que se veían.
La tarde estaba tranquila, corría una brisa lenta que no alcanzaba a levantar el polvo pero sí zarandeaba las hojas de los árboles y de vez en cuando una terminaba posada en el hombro de algún transeúnte. Daniel se arrepintió de ir solo, Esteban se arrepintió de estar acompañado y la amiga, que no era bruta, prefirió inventar una excusa y salir corriendo. Sonaba “cambia, todo cambia” cuando ella les dio un beso a los dos y se fue oronda y en la siguiente esquina dobló para perderse en la maraña de personas que abundan los sábados en Pereira.
Cuando Esteban y Daniel se quedaron solos los ojos empezaron a sonreír con complicidad, acaso sabían que el helado era sólo un pretexto, acaso sabían que esta noche iba a determinar el resto de sus vidas, acaso sabían que sus cuerpos estaban derrochando feromonas para llamar la atención del otro. La tarde se extinguió y la tenue brisa se convirtió en un frío viento, ese que trae el olor del café de Caldas, ese que trae el color de la nieve de las montañas, ese que, a veces, trae el olor a barniz del Pacífico o a pescado del Magdalena. Daniel no era un hombre precavido, había olvidado usar algo que lo abrigara, así como había olvidado la colonia y lavarse los dientes después del almuerzo.
Cuando Daniel tiritó por tercera vez Esteban pidió la cuenta, pagó lo tomó del brazo y le dijo que iban a ir a un lugar muy especial. Caminaron abrazados como esos borrachitos que se cuidan uno al otro. Dieron muchas vueltas y cuando Daniel ya estaba seguro que había perdido el rumbo entraron a un cuchitril, una antigua taberna con una enorme rockola y gente bailando tango. Esteban fue directo a la barra, saludó al anciano mesero y dijo, -abuelo, quiero que conozcas a alguien muy especial-. El abuelo extendió la mano y saludó a Daniel mientras Esteban explicaba que era él el joven a quien tanto mencionaba en sus cartas.
El abuelo le dio una llave a Esteban y este condujo a Daniel a un reservado, una sala más oscura con mesas de póquer, una pista de baile encerada y un tocadiscos más moderno. Daniel imaginó que ese era el lugar escogido para los mejores clientes, Esteban le contó que en tiempos de la bonanza marimbera ahí se reunían señores a buscar putas, desde entonces era el lugar para la familia, los amigos y uno que otro nostálgico de tiempos mejores.
Se pusieron a hablar uno al lado del otro y las manos de Daniel empezaron a buscar el cuerpo de Esteban, los labios no resistieron las ganas y en minutos estaban enfrascados en un largo y apasionado beso. Daniel buscó las orejas de Esteban y Esteban se fue al cuello, entre los dos se arrecharon de tal forma que el pantalón de Daniel tenía una mancha mojada que recorría la cremallera.
Agustín, el abuelo, entró, ofreció disculpas por interrumpir y ofreció cerveza. Hicieron competencia para ver quién podía terminar la botella sin parar y cuando le faltaban dos sorbos Daniel se atoró para dejar que Esteban ganara la competencia. Agustín volvió con otra cerveza y se sentó para hablar de las cartas con su nieto, le hizo preguntas a Esteban y les dijo que ya era hora de cerrar -¿Qué horas son?- preguntó afanado Daniel, -las doce mijo-, respondió el viejo y Daniel se paró instintivamente. El último bus salía para Cartago tres horas antes, tenía dos opciones, buscar un hotel barato en Pereira o tratar de conseguir un carro lechero que saliera muy temprano para su pueblo.
Agustín salió y volvió con otras llaves –mijo, lleve a su amigo a la casa, yo llamo a la vieja y le digo que los mandé porque estaban muy borrachos, si se la encuentran fingen-. Salieron muertos de risa porque Esteban había golpeado su cabeza con un perchero y, una vez afuera, Daniel no pudo evitar comentar la frescura del abuelo. Esteban le explicó que su papá había muerto hacía muchos años y que su abuelo se había convertido en su mejor amigo, tanto que cuando estaba solo en Argentina había empezado a escribirle cartas y a contarle toda su vida, incluso el amor que sentía por él.
Anduvieron dos cuadras, otra vez abrazados y mientras Esteban procuraba la llave correcta para abrir el portón de una casona vieja y bien conservada Daniel metía las manos en los pantalones del otro, se encontró con un pubis peludo, más peludo de lo normal, y con un pegote mojado. Sacó las manos cuando Esteban abrió el portón y susurró –pasito, pasito-. La luz del corredor estaba prendida, seguramente ‘la vieja’ la había dejado prendida, con el aviso de Agustín de que ellos iban a llegar.
Entraron en la tercera puerta de un zaguán que daba a un patio donde dormía un perro y allí prendieron la luz y Daniel se sentó en la cama. Esteban se disculpó, salió a avisarle a ‘la vieja’ que ya había llegado y Daniel cogió el celular para avisar que estaba en Pereira y que esa noche no volvería a Cartago. Cuando Esteban volvió, después de casi media hora, Daniel estaba dormido en un lado de la cama, Esteban se acomodó a su lado, le dio un beso en el cuello, le susurró que pasaran buena noche y se quedó un buen rato mirando su cuerpo antes de rendirse ante el cansancio de un día feliz.
A la mañana siguiente Daniel se despertó temprano y se demoró un minuto darse cuenta donde estaba. Vio un cuarto amplio, viejo, con muchas lámparas y un tocador de mujer, un ropero abierto, un par de cosas esparcidas por el suelo y un tapete oscuro y maltratado. A su lado no estaba Esteban. Se levantó, salió al patio y se encontró con Esteban que acariciaba un perro y a Agustín con una taza de café. –Buenos días, bienvenido a casa-, lo saludó Agustín y Esteban levantó la mirada, sonrió y le presentó a Rufo, el perro.
Daniel pidió un café y le recordó a Esteban que tenía que irse. Agustín trajo un tinto y le dijo que se quedara a almorzar, no había riesgo, en la casa de Daniel siempre almorzaban juntos, siempre. Se despidió con un fuerte abrazo de esos que sólo se dan a los buenos amigos, o a los buenos amantes. Daniel se fue caminando hasta el terminal, de vez en cuando se acordaba de un beso o una frase y sonreía. Lo mismo le pasó cuando esperaba que el bus saliera del terminal y durante los 40 minutos que duró el trayecto hasta Cartago tuvo una fuerte erección.
Daniel llegó a la casa, evadió las preguntas encerrándose en el cuarto, durmió el resto de la mañana, se hizo la paja al medio día y se metió a la ducha, en su casa había que estar bien vestido y en la mesa a la 1. A las dos, después de comer, repetir y tomar café llamó a Esteban. Una vez no contestó, dos veces no timbró. La tercera vez le dejó un mensaje para no interrumpir pidiendo que lo llamara de vuelta. Aún está esperando.
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Esta historia me la contaron y la hice mía, como dicen en La Luciérnaga, es una mezcla de realidad y ficción.
De nuevo, otra historia que hace que mi cabeza la recree y me haga sentir parte de ella, aunque el final me dejó con ganas de más y con ganas de saber que mas pasa...
ResponderEliminar@alv4
¿Aún está esperando?
ResponderEliminarsí, está esperando
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