Escribir. Se había levantado con una impresionante angustia en el pecho. Buscó afanosamente un par de hojas, un lápiz y una fuente de luz. Escribir, escribir, escribir. -¿Escribir?-, preguntaba su mente. -Sí, escribir, escribir, escribir- respondía el alma-. -¿Qué vas a escribir?- volvió a preguntar el soñoliento cerebro. -Deja la inquietud- dijo tajante el corazón.
Encendió una cerilla y hasta que le quemó los dedos buscó una vela. Prendió la segunda y en un rincón del clóset de la ropa blanca tuvo una imagen casi mágica, dio con la vieja lámpara. No se acordaba cuándo ni cómo había llegado ahí, en cambio de su mente no podía borrar las múltiples veces que se había sentado a soplar el fuelle para poderla prender y la cantidad de oportunidades que había inundado la caperuza y lo había acompañado un regaño antes de irse a dormir. Al parecer en su casa no había velas, ni en el baño, que tanto usaban para disimular olores, había encontrado.
Se volvió al armario de las toallas y otros chécheres y revisó alrededor de la lámpara por una linterna grande que solían usar para ir a matar armadillos por la noche y encontró un pote con queroseno y la cajita de las caperuzas. Estaba seguro que tenía que ser un sueño, hacía por lo menos 10 años que no veía esa lámpara y no tenía idea de quién en su sano juicio la iba a llevar a Bogotá con todo y combustible.
Escribir, tenía que escribir. Encontró la linterna y dejó la lámpara sobre la mesa del comedor, donde transcurrían casi todas las actividades de ese pequeño apartamento. Con linterna en mano salió al pequeño balcón que veía a la ciudad y se sentó en el piso a escribir. Con el episodio de la lámpara había olvidado la angustia con la que se había despertado y la mente en un breve segundo alcanzó a reprocharle a corazón su falta de concentración. El corazón casi se burló de la ingenuidad de la mente y le dijo pasito que tenía un plan.
Se puso a relatar esas historias de antaño en la piscina que limpiaban a punta de alumbre, de los juegos en los árboles de jobas, de la vez que se atoró en unas ramas de un caimito y de las innumerables ocasiones en las que se topó con una serpiente venenosa o una iguana mientras se encarabama en los árboles de guayaba a bajar las más verdes de los cogotes. Una, dos, tres páginas sin parar, sin puntos. Llegó a la 15 y se dio cuenta que la primera gota de sudor corría por su frente, está bien, un café y un cigarrillo. Se fue a la cocina y puso en la estufa un poco de agua. No tenía filtros, no sabía muy bien como hacer café sin electricidad entonces decidió usar ese instantáneo que su mamá había dejado en la anterior visita para negrear el café con leche.
Otra vez en el balcón sintió que su cuerpo le pedía coordinadamente que escribiera. Siguió entonces con relatos de tamarindos caídos, del caño crecido, de vacas mañosas a las que les ponían un palo en la cabeza para que no rompieran cercas y de atardeceres arrebolados tomando agua de coco. No entendió muy bien el plan. Al amanecer estaba cansado, con dos marcas del lápiz en sus dedos, un borrador desgastado y muchos recuerdos fuera de su cabeza. La lámpara se apagó cuando se le acabó el combustible. El corazón le pidió que se acordara de la fecha. Era 10 de junio, el cumpleaños de papá.
Metió las hojas en un sobre de manila y después de bañarse y comer algo se metió al carro y manejó hasta la casa donde había crecido. Se acordó de las miles de veces que había entrado por esa puerta queriendo una ducha caliente o con ganas de quemar su maleta del colegio. Escribió en el sobre "mil gracias", lo metió debajo de la puerta y se fue. Escribir, tenía que escribirle a su papá lo mucho que extrañaba estar con él.
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