domingo, 27 de marzo de 2011

al final, no supe describir...

La estancia larga y estrecha. A cada lado del extenso pasillo mesas cubiertas con manteles de cuadros rojos y blancos con una vela en la mitad y un par de bancas. La hora, medio día. A esa hora cientos de secretarias y ejecutivos no tan jóvenes se agolpaban a buscar comida tan cercana a los sabores de casa como fuera posible. La comida insalubre. Cada porción tenía una impresionante cobertura de grasa. Al fin y al cabo cocinar como en casa era sólo posible los fines de semana para aquellos con suerte o entre semana si cargaban el siempre incómodo portacomidas.

Luis había llegado porque le había parecido un ambiente pintoresco que tanta falta le estaba haciendo al sector. Él, que toda la vida había visitado la oficina de su papá en el CAN y prácticamente se había criado en esos potreros ahora le sorprendía ver cómo pululaban hamburgueserías, pizzerías y hasta restaurantes de comida de mar. La comida de antaño estaba mandada a recoger.

Agustín no tenía otra opción, era el único restaurante que parecía acomodarse a su presupuesto. Estaba de visita en el Hospital de la Policía, ese nefasto edificio donde tenían internado a su papá, un ex oficial que desde hacía varios años sufría una enfermedad coronaria. La comida de hospitales siempre le había parecido insípida y enferma.

Cuando Agustín entró ya Luis estaba acomodado en su mesa. Lo recibió una matrona que le informó que no había mesa y al ver su desasosiego le dijo que bien podía esperar un rato o que ella lo podía acomodar con alguien más. Escogió la segunda opción. De eso hacía dos años.

Esta vez era Luis el que había llegado más tarde y el escenario era casi el mismo. La matrona ya no estaba de pie sino sentada en una banca en una barra que hacía las veces de recepción y caja. Esta vez no estaba lleno, no eran las 12 todavía y por más que los comensales fueran trabajadores del Estado antes de medio día en Colombia nunca se come. Se vieron de lejos y se sonrieron, una de esos millones de sonrisas cómplices que habían compartido.

Era 3 de mayo, resplandecía el sol y por una de las marquesinas entraba un fuerte reflejo que cegaba los ojos de todos aquellos que osaban ver el piso rojo recién encerado o tercamente bajaban la mirada para revisar el estado de la comida en los platos. Se dieron la mano para saludarse y Luis osó una caricia más afectiva. La mirada de Agustín reprimió aquel impulso de amor que tenía cada vez que Luis veía en los brillantes ojos de su amado las ganas y la necesidad de estar juntos.

Comieron muchas papas fritas que acabaron con un régimen de cero grasa en el que estaba Agustín desde que su papá había sobrevivido a las horribles acumulaciones adiposas en sus arterias. Se dijeron cosas bonitas y recordaron que ahí, en una de esas mesas habían sonreído por primera vez, se había lanzado miradas coquetas y habían intentado caricias furtivas.

Luis estaba nervioso, en su bolsillo estaba un par de anillos, un par de símbolos ancestrales de la unión que había mandado bendecir por un chamán en su último viaje a Leticia, cuando Agustín no había querido ir al resguardo por quedarse a jugar con los micos. Agustín creyó que era una simple celebración y le pareció extraño y triste pensar que no había más comensales en el lugar, es como si el todos los trabajadores del CAN y los estudiantes de la ESAP estuvieran en huelga. Nada de raro, pensó.

No supe describir quién puso más cara de sorpresa ni quién se sonrojó más. Si Agustín cuando se dio cuenta que su novio le había preparado la sorpresa que él quería hacer. Si Luis cuando le pidió, como le habían enseñado en su casa y los cinemas, que se casaran. No supe describir cuál de los dos se puso más contento, si Agustín cuando respondió sí o Luis cuando puso el anillo en la mano derecha de su prometido. No supe describir lo que pasó en la mente de cada uno.

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