jueves, 20 de enero de 2011

En las nubes

No, no se había quedado dormido, descansaba los ojos del helado viento que entraba por la ventana del taxi que recorría la carrera 15 a toda velocidad. A qué horas se había metido en esa vaca loca, no lo sabía bien. Tampoco sabía como en una noche podían pasar tantas cosas casi como una secuencia de infortunadas casualidades en aquella noche que parecía ser el comienzo de un fin de semana normal: algo de bebida, un par de cigarrillos, charlas con desconocidos y sexo con el mismo de siempre.

Desde que tenía memoria había tendido a odiar a las personas que llegaban tarde y a desdeñar los paseos, citas, reuniones y ágapes que se sucedían después de un encuentro tardío. Esta vez, con la plena satisfacción de llegar a tiempo y reclamar los minutos de espera, no quería que sus prejuicios dañaran una velada que él anticipaba maravillosa. El encuentro estaba marcado en una de aquellas melancólicas paradas de buses que sirven más para promocionar artículos que para tomar transporte público en la fría capital.

Con unas luces brillantes que simulaban un par de cabellos una valla que debería guardar calor y proteger de la lluvia promocionaba un champú. No, no estaba lloviendo, era luna llena, cuándo vio usted que llueva cuando la luna parece un queso, al menos no pasa en las altillanuras de los Andes. La abuela, una señora supersticiosa solía dejar racimos de mastranto y ortiga en el sereno de la luna llena para atraer amores, era, según su sabiduría, tan productivo y eficaz como ponerle una vela a San Antonio de cabeza. Ni una buena dosis de néctar a la luna llena ni haber blanqueado a San Antonio a punta de vela habrían podido cambiar el sino trágico de esa noche.

La espera estuvo acompañada de ráfagas de viento fuertes y heladas, de esas que calan hasta los huesos; un par de niños pasaron, de esos que aprovechan la ausencia de los padres y la imposibilidad de las empleadas para buscar problemas en la calle; un joven empujando un carro de compras al lado de una apurada mujer de unos cuarenta años le sonrió. Un carro se detuvo y cuando el vidrio bajó apareció la cara de una madre angustiada, pidiendo direcciones, estaba elegante, seguramente iba retrasada para una celebración. Él se imaginó que su acompañante llegaría con una expresión de desespero similar.

No gustaba de los relojes y por eso cada rato tenía que desacomodarse para sacar el celular del bolsillo y pedir que el tiempo pasara más rápido. La soledad cuando se busca hace que los minutos y las horas pasen a una vertiginosa velocidad, en esas horribles circunstancias de incertidumbre era imposible prever que los minutos fueran a la velocidad de la luz, más bien andaban con la parsimonia de las tortugas al caminar. Apareció como una sombra, justo antes de que el último rayo de sol le diera un tinte claro al cielo bogotano y dos minutos antes del límite que roza la tardanza con la descortesía.

El saludo no fue cordial, un apretón de manos lejano. El que esperaba quería parecer distante e indignado, el que llegaba apenas mostraba simpatía. -Casi me salen raíces esperándote-. -Lo siento, el trancón estaba imposible-. -Me habrías podido llamar-. -¿Y arriesgarme a que me robaran el celular? ¿Estás loco? Más bien, ven acá, dame un abrazo, tengo frío-. -No quiero Javier-. -No vas a empezar a pelear conmigo, hoy no, dame un abrazo-. -Que no-. Javier se asomó a ver si llegaba el bus que los debería llevar a su destino pensando que era una desconsideración de Alejandro que le reclamara un par de minutos tarde, al fin y al cabo él había desviado su rumbo para recogerlo prácticamente en la puerta de su casa. Alejandro no quiso acercarse, sabía que sentir el calor corporal de Javier le haría cambiar de humor.

Se subieron al bus casi sin hablar, Alejandro que no podía vivir sin música sacó los audífonos de un reproductor que había tenido en el bolsillo todo ese tiempo y se los puso viendo a la ventana en el tiempo que Javier se demoró buscando monedas para pagarle al conductor. Se sentaron juntos y parecían un par de hermanos regañados, ninguno dijo nada en los 45 minutos de viaje. Alejandro quería llorar. Javier no entendía por qué siempre tenía que haber pataletas en las noches que él pretendía pasarla bien.

Se bajaron en una esquina oscura. Impulsivamente se juntaron para darse un poco de calor que las heladas corrientes de viento trataban de quitarles. No estaban exactamente en el centro, era un lugar en uno de los primeros suburbios de Bogotá, iban a un antiguo teatro convertido en salón de fiestas y conciertos a ver a un par de jóvenes interpretar jazz con algunos sonidos latinos. El grupo estaba comandado por un lindo cantante, sensación entre las niñas de los colegios capitalinos y en los teclados una rubia alta y seductora hacía las veces de robacorazones entre los hombres que se desvivían por sentir sus manos recorrer el cuerpo de la misma forma como ella las desplegaba sobre aquel teclado.

Alejandro comentó que la música no estaba muy buena, que le gustaría salir a fumar un cigarrillo. Javier dijo que no era problema de la música sino de la acústica y salió detrás a acompañarlo a fumar el cigarrillo. -Sabes que no me gusta que fumes, no me gusta besarte después de que fumas-. -Sabes que no me gusta que me dejes esperando-. -No vas a empezar-. -No ya terminé, simplemente te hago una pregunta: ¿alguna vez te presentaron al señor respeto?-, -pues no, fíjate, nadie me lo presentó y claramente a ti tampoco, nunca tomas en consideración mis gustos ni por ejemplo que hoy hubiera gastado 30 minutos en un bus para ir hasta tu casa para coger otro bus para venir aquí-. -¿Por qué no viniste solito entonces?-. Siguió chupando su cigarrillo y caminó despacio hasta la esquina. A Alejandro hacía muchos días le estaban faltando fuerzas para decirle que no quería más.

La música acabó temprano, apenas eran las 10 y ya el lugar estaba desocupado, Alejandro, Javier y otras cinco personas decidieron ir a bailar un rato, no era posible regresar a casa tan temprano, no era posible tener sexo si al llegar a casa los padres todavía no estaban durmiendo. La casa de Javier era el lugar para los encuentros de amor, aunque los papás conocían a Alejandro y entendían que la relación de ellos iba más allá de la amistad no gustaban de las actividades sexuales de su hijo y hacían hasta lo imposible para evitarlas cuando Alejandro decidía o era invitado a pasar la noche en casa de su novio.

El lugar escogido era un pequeño bar cerca al centro financiero, se llamaba Down Town y tenía las paredes cubiertas de grandes fotos de los principales centros de valores del mundo, bueno, había fotos de Lima y Bogotá pero era para darle un sabor local, decía el dueño. El bar lo atendía un joven experto en cocteles que hacía maromas con un mezclador de licores, la puerta siempre estaba custodiada por el dueño que decidía el precio de la entrada, los conocidos, los de siempre y las mujeres bonitas pagaban apenas con un abrazo o un beso. Ellos, conocidos de toda la vida y visitantes frecuentes simplemente apretaron los cuerpos se rieron y hasta compartieron anécdotas. Javier le dio un abrazo largo y aprovechó para susurrarle: -Lucho, Alejo viene en sus días, ve a ver si subes el ánimo que esta noche lo necesito perfecto-.

La primera ronda fue gratuita. La segunda venía con dedicatoria para Alejandro y a partir de la tercera no fue posible saber muy bien a qué era que habían ido. Alejandro seguía furioso y decidió no bailar. Se fue a la barra a conversar, el sitio estaba relativamente vació y Pablo, el barman, y su novia Isabel siempre habían resultado buenos conversadores. Se les unió Sebastián. Alejandro contó chistes de negros y borrachos, dos de los especímenes humanos que más detestaba. Había heredado el racismo de su abuela que decía que los negros eran casi como animales y que para eso los habían traído. Ellos eran descendientes de blancos y de indígenas, de vez en cuando algún primo tenía un hijo con tintes morenos o una tía se bronceaba con un sólo día en la playa. En general hombres y mujeres de su familia eran blancos.

Después de muchas carcajadas y un par de masajes en el estomago para aliviar el dolor de los abdominales tensionados por la risa hablaron de política, Alejandro era un experto conciliador, había descubierto ese talento cuando sus padres habían estado a punto de separarse un par de años atrás y desde ese entonces le gustaba demostrar sus habilidades en frente a sus amigos. Esta vez no pudo ser el moderador, Isabel y Pablo estaban ambos convencidos de la necesidad de que el mundo cambiara completamente, una revolución de amor. No, ninguno de los dos querían un mundo sin gobierno, según ellos si todos descubrieran el amor en sus vidas se acabaría el odio que fomenta guerras y la avaricia que promueve la corrupción. Alejandro era amante del status quo y no entendía cómo alguien podía pensar en un mundo mejor.

Eso era lo que él decía de puertas para afuera, en su cabeza el mundo se le estaba cayendo a los pedazos. Cuando la dicotomía no le dejó en paz la cabeza se fue al baño a refrescar la cara y vaciar la vejiga. Cuando salió decidió buscar a su novio, si Javier se sentía abandonado la pelea iba a ser más grande y sí, estaban bravos pero nada lo suficientemente grave para desfogarse esa noche. Quince días llevaban sin tener sexo, las ganas las dejaban de lado de vez en cuando para acumular deseo durante un par de semanas y hacer de los momentos de amor derroches absolutos de amor y felicidad.

Lo encontró bailando con un extraño. Le susurró al oído que estaba cansado y Javier le dijo que estaba muy temprano. En efecto estaba temprano para estándares normales pero a Alejandro no le gustaban las noches largas fuera de casa, la verdad sólo salía y se quedaba hasta después de la media noche para no tener que dormir en el sofá de Javier o responder las preguntas incómodas de su mamá. Desde su adolescencia acostumbraba a no salir de su casa los viernes con sus amigos, era la noche en que se sentaba con su mamá y su abuela a leer en voz alta apartes que habían despertado algún tipo de sentimiento en ellos de los libros que durante la semana habían disfrutado y después se acostaban los tres, él en la mitad, a ver películas. La abuela hacía jugo y se quedaba dormida antes de que terminaran los créditos iniciales, su mamá era más persistente y cuando la película la hacía reír se quedaba despierta hasta el final. A él le gustaban los dramas y podía llorar hasta el cansancio con las historias de amor de los desdichados protagonistas.

Alejandro se sentó en la barra a esperar y en un arranque decidió acompañar a Isabel a fumar. Salió, prendió el cigarrillo y se sentó en el andén a disfrutar el viento frío en su cara, ni se fijó que había un par de conocidos afuera. Alguien vino, se sentó al lado, le pidió fuego, él se esculcó los bolsillos sin mirar y cuando encontró el encendedor pensó que esa voz era familiar, se volteó, la miró, era Adriana. Después de tanto tiempo se la encontraba en un andén, como si no se hubieran sentado tantas veces en un andén ellos dos a fumar. Ella lo había visto salir con Isabel y por un segundo tuvo un arranque de celos, después de tanto tiempo él seguía siendo el hombre de su vida. Los celos le duraron el tiempo exacto que su mente tuvo para recordar que él era gay y que ellos habían terminado porque lo había visto una noche darse besos con otro amigo.

De cualquier forma no le gustaba ver a Alejandro con otra mujer. Ellos habían sido novios desde el penúltimo año del colegio hasta la mitad de la universidad y cada día que amanecía nublado ella lo recordaba, ella sabía que no había nada en el mundo que él gustara más que de las nubes, en realidad ella le había regalado muchas cosas con nubes, se preguntó si todavía las tendría. Se acordó de una vez que lo llevó al páramo a regalarle de cumpleaños una de esas nubes que bajan y tocan las montañas. Después del abrazo fueron las preguntas de siempre, a qué te dedicas, dónde vives, qué haces, se dijeron cuánto se extrañaban y se querían. No hubo muchas respuestas, qué le dices a alguien que no ves hace 2 años y que la última vez que se vieron hubo lágrimas y se reprocharon tantas cosas.

Tampoco había mucho por contar, al fin y al cabo ella había visto las fotos de él y él le había comentado algunas a ella en facebook. También, tenían suficientes amigos que no gustaban del chisme pero que estaban prontos a comentar tanto como fuera posible de la vida ajena. Él le pasó la mano por encima de la espalda, compartieron dos cigarrillos más y cuando él sintió otra vez la necesidad de ir a casa le dio un abrazo y se despidió, se dieron teléfonos, se prometieron almuerzos y encuentros. Alejandro volvió adentro y casi se sintió borracho cuando vio que Javier estaba besando apasionadamente al extraño de negro con quien lo había visto bailando antes. Volvió afuera donde Isabel conversaba animada con alguien y lívido pidió que le consiguieran un taxi.

Le dieron ganas de vomitar se sentó, Isabel entró a buscar el abrigo de Alejandro y a pedirle a Luis Carlos que llamara un taxi. Afuera él no podía entender cómo después de 2 años había pasado una cosa así. Vio a Adriana y le dieron ganas de llorar, entonces eso era lo que se sentía, entonces eso era lo que ella tanto le había reclamado, entonces así era como dolía. Isabel volvió rápido con el abrigo y un papel con el código de seguridad escrito. Seguramente había visto lo mismo que él porque también estaba perturbada y no había traído al novio. Le ofreció compañía hasta la casa. Él dijo no necesitarla. Levantó la mirada y ahí estaba la luna, redonda sin nubes. Dónde estaban las putas nubes cuándo las necesitaba.

No, no se había quedado dormido, descansaba los ojos del helado viento que entraba por la ventana del taxi que recorría la carrera 15 a toda velocidad. -Si el señor se queda dormido no sabré a dónde llevarlo-, repuso el taxista y él le respondió que no tenía sueño, que lo que quería era vomitar. -Si va a vomitar me avisa y paro el carro, no quiero tener que pagar una lavada esta noche que pierdo tiempo y plata-. Por qué cuando uno tiene problemas importantes la gente trae a colación pendejadas, le dolía la cabeza, le daba vueltas la cabina del carro, le temblaba la pierna.

Antes de llegar a casa recibió una llamada de Isabel preguntando si estaba bien, él repuso que estaba indispuesto, que seguramente había sido el cambio de clima, otra vez las mentiras piadosas. Por qué no había sido capaz de contarle lo que había visto o por qué no le había dicho a Adriana que jamás la llamaría. Colgó y Javier llamó por primera vez. Dejó que el celular terminara de timbrar y cuando apareció el primer mensaje en la pantalla que avisaba que había una llamada no atendida decidió ponerlo en silencio. Fueron 49 llamadas en los siguientes 50 minutos, lo que se demoró en llegar a casa, quitarse la ropa meterse a la ducha, tener ganas de ahogarse, salir a vomitar unas gotas de agua y un par de trozos de maní y volver a ahogarse otro rato, orinar, secarse, ir al cuarto y acostarse. La pantalla del celular se encendió una vez más y en la llamada número 50 decidió contestar.

-¿Dónde carajos estás?-. -En mi cama, dónde más iba a estar-. -Pues deberías estar conmigo o en mi cama, no en la tuya-. -Tú sabes que me gustan las camas vacías o con alguien más, pero como en tu cama ya hay alguien más yo no quiero intervenir. Por favor no me llames-. Fue tan claro y tan seguro de lo que dijo que alcanzó a pensar que era parte de un libreto de las películas de los viernes. Colgó y lloró. Lloró hasta el amanecer. Cuando no hubo más lágrimas sintió un dolor picante en el pecho. Fue un dolor extraño, que le hizo sentir un dejavú con aquella escena maldita. Recordó todo de nuevo y no lloró, el dolor no lo dejaba pensar y mucho menos le dejaba llorar. No sintió cuándo se durmió.

Ese día Javier no tuvo agallas de llamar a Alejandro, sabía que estaba jugando con fuego cuando dejó que el de negro le rozara las nalgas con las manos y cuando había pegado el cuerpo un poco más y después mucho más hasta que las caras quedaron a una distancia de la que no podía correr si el otro intentaba un beso. Efectivamente sintió los labios húmedos y ni intención de moverse. Sabía que no debía haber permitido el abrazo y que no debió dejar que sus brazos fueran puestos con cuidado en la nuca del otro. Por eso le sorprendió que Alejandro lo llamara a las 6. Sabía que lo iba a regañar, que lo iba a insultar y que seguramente sería esa la primera de una serie de llamadas de ambos con cientos de reproches y groserías.

-Aló-. -Javier, es Adriana, la ex de Alejandro, ¿cómo te va?-. -¿Adriana? ¿Qué haces llamando de este celular?-. -Rosa me advirtió que tú no contestarías de un teléfono extraño, te llamo para decirte que Alejandro tuvo un infarto te necesitamos urgentemente-. Salió volando para la clínica, se acordó que Alejandro se vivía quejando de dolores cuando iban a trotar o hacían spinning y que él siempre lo molestaba diciendo que esos dolores eran una señal de que estaba viejo y que se iba a morir pronto. Nunca se les ocurrió ir al médico, nunca se les ocurrió que podría ser algo serio. Allá se encontró con Rosa y Carmen, respectivamente madre y abuela, con algunos amigos y con Adriana. Rosa se acercó y le dijo que tenía que ir con Adriana y con Carmen a hablar en privado.

-Mijo, es que Alejo-, tragó saliva, se aguaron los ojos y continuó, -Alejo está muerto, mejor dicho, no se va a despertar, ¿sumercé se quiere despedir?-. Javier se sintió tan mal que tuvo que pedir un momento. Caminó unos pasos hasta la ventana y el día estaba despejado, dónde estaban las malditas nubes cuándo las necesitaba, ese sol lo cegaba, tal como lo cegaba la posibilidad de decirle algo a Alejandro. Despedirse. ¿Qué le iba a decir? que lo amaba, que lo disculpara, que no era así como debían haber terminado, que no eran esas palabras frías las últimas que había querido escuchar de su boca. -Doña Rosa yo no me puedo despedir, dígale usted que lo siento mucho, que simplemente no podía más-. Salió con ganas de correr y se fue pensando en las nubes.

3 comentarios:

  1. Lo mataste!!! Si sigues así vas a tener que escribir historias desde el más allá o empezar a fumar cosas raras para inventar nuevos personajes.
    PD: Si el mastranto y la ortiga reposados en el sereno de la luna llena funcionan yo si puedo estar intentándolo!

    ResponderEliminar
  2. Estas son las historias que a mí me gustan, las que se salen del final predetermiando de todas los absurdos desenlaces en los que los personajes son felices.A veces el amor no es tan bueno, el amor es así, lleno de vueltas, giros y sorpresas. A usted no lo ponen a pensar estas historias? A mí, sí, me hacen recordar muchas cosas, errores y aciertos, y el trancurso que hubieran tomado algunos eventos de no haber actuado de x o y forma

    ResponderEliminar
  3. Éstas son el tipo de historias que me gusta leer y escribir, en las cuales uno comienza sin tener la más remota idea de los personajes y a medida que va leyendo, se va dando cuenta que la idea que tenía de ellos era totalmente-algo diferente y al final uno queda complacido y no despistado al ver un final tan elementalmente elaborado :)

    ResponderEliminar