La última vez, le dio tanto miedo como la primera. Espera, pensó en voz alta y alguien le respondió algo parecido a no hombre, no hay espera. Se amarró la cuerda a su cintura y se puso un pedazo de cuero para evitar una herida en la parte lumbar de su cuerpo. Metió las manos a los bolsillos para comprobar que había dinamita en uno y en el otro fósforos, dio un rodeo antes de lanzarse a ese vacío que se veía en el fondo. El Río Cusiana sonaba durísimo, a pesar de que en enero hacía ya varias semanas había dejado de llover su ímpetu seguía impresionante, las rocas le daban un color amarillo oscuro, teñido de rojo y ocre, era un espectáculo difícil de comparar con algún otro. al otro lado, la montaña estaba todavía verde y allí, donde ellos quisieran estar trabajando había una calma que no se sentía en este acantilado.
El vacío lo hacía sentir mariposas en el estómago, las mismas que había sentido la primera vez que se había masturbado y cuando vio a su cuñada sentada en un chinchorro a media cuadra de la iglesia de Pajarito. La tarea parecía simple pero podía ser mortal: había que lanzarse por un acantilado que llamaban la Peña de Gallo, cuidarse de no caer, hacer un hueco en la roca, poner unos palos de dinamita, estirar la mecha hasta lo inimaginable y cuando no diera más prender un fósforo que le podría dar el último aliento, tocaba correr hacia arriba y después lo más lejos del borde posible para ver cómo las rocas se rompían y se iba formando un espacio apto para hacer un paso de vehículos que conectaría a Aguazul con Sogamoso de manera directa, nada de ir hasta Labranzagrande o Nunchía.
El anhelo de ver un carro pasar, de sentir el aire frío de la cordillera y el seco calor de la sabana lo emocionaban. Al caer gritaba varios nombres, en especial el de su mamá y su cuñada, suponía que si se moría en ese momento por un mal golpe en las piedras o que la cuerda se rompiera, al menos tendría la bendición de aquellos por quienes se echaba cuesta abajo. En general, pensaba que quería morir, era la única forma de quitarse el sino del adulterio que lo rondaba con esos oscuros que lo miraban cada vez que estaba quitándose garrapatas o limpiando el conuco.
Esta vez no fue la excepción. Se lanzó y sintió cómo las ráfagas de viento que venían del páramo se encontraban con las del gran cañón, le dio pena los meados que estaba a punto de echar al río porque dios sabe en qué momento hace que uno quiera orinar y le da siempre una pared o un palo para hacerlo realidad. Estaba apenas desabrochándose los pantalones cuando se desestabilizó y la fuerza de la tierra se lo llevó muy duro, más de lo que pudo haber esperado y la cuerda le cortó un brazo de un tajo y de repente estaba zampado contra una piedra. Su cuerpo no demoró en llegar a una vega en Quebrada Negra. Cumplió su deseo y su única misión en la vida, morir.
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