domingo, 30 de enero de 2011

En el medio de la nada

La tarea más difícil había sido hacerle quite a los mosquitos, 14 días de travesía por ese mar amarillo estaban a punto de volverlos locos. Les había sorprendido la cantidad de vapores que circulaban esas tórridas aguas, se habían maravillado con los peces saltarines que destruían en pocos segundos lo que caía al mar y habían reído con las travesuras de los delfines que corrían adelante de la proa. A babor habían visto de vez en cuando indios correr y a lo lejos de noche brillaban rastros de ciudades sobre el cielo. A estribor había playas infestadas de grandes cocodrilos negros, algunos tan grandes como los que habían visto cerca de Alejandría un par de meses atrás.

El capitán, Andrew Doyle, un irlandés que llevaba surcando los mares del norte hacía unos 17 años había asumido la tarea de llevar los últimos retoques de la decoración de ese supuesto majestuoso teatro que se construía en el medio de la selva. Le había parecido extraño que se tomaran tantas medidas de precaución y lo contrataran a él para llevarlo, nunca había siquiera paseado por las aguas del Amazonas, mucho menos maniobrado en aquellas peligrosas aguas donde el impresionante río se encontraba con el Océano. Una vez había pasado por ahí cerca, viajando de Sao Luis hasta Santo Domingo, le había impresionado que aunque no se veía la orilla el agua seguía dulce. Tal vez a los señores de la empresa exportadora Koch Freres les había impresionado la historia del naufragio malogrado del Estero, un barco que él gobernaba cerca a la desembocadura del Orinoco durante una tormenta y que los marineros juraban que se había hundido y que el capitán con una impresionante firmeza había logrado rescatar.

Doyle tenía experiencia en el Caribe, él gustaba de llevar mercancías entre Europa y los puertos de Barranquilla, Santo Domingo, Santiago, Veracruz y Maracaibo. De vez en cuando, hacía una pequeña travesía por el Mediterraneo pero allí no sentía la emoción de hacer una fortuna paralela llevando el contrabando desde Aruba hasta St. Marteen o desde San Andrés hasta la costa de Miskitos. Le encantaba llegar al puerto de Colón y encontrar gente hablando tantas lenguas diferentes que lo hacían sentir en una Algeciras caliente, muy caliente. Además disfrutaba del ron recién destilado en Cuba y el aguardiente de caña que hacían cerca a Recife y Salvador, bienes que en Europa eran un lujo reservado para los grandes señores. Era bajito, nadie entendía muy bien cómo ni por qué había llegado a ser capitán, a su alrededor se tejían historias de su pasado noble, incluso había quienes decían que, por su robustos brazos y tozudez, era descendiente de vikingos.

La voz de que su familia venía de los vikingos se debía también a Wicklow, la antiquísima comunidad que se erigía al sur de Dublín, donde había un faro y desde dónde en las noches claras de verano se escuchaban los pitos de los vapores que buscaban la capital de los pelirrojos. Doyle creció entre cuerdas y anclas, entre pescadores, prostitutas y tenderos. Le gustaba ir al tablado a ver los barcos que a lo lejos se movían para llevar mercancías hasta Londres o cualquier otra parte del Imperio. Había sido criado con el orgullo del pueblo que había atacado a San Patricio y por eso había olvidado desde joven la instrucción religiosa de la señora Groyne.

Su primera travesía al otro lado del mar había sido en un despacho especial desde Cádiz hasta Santo Domingo con unos pianos que irían a un palacio de uno de los gobernantes déspotas de una de esas recién nacidas naciones. Iba en el barco como contramaestre, título que se había ganado después de trabajar en varias compañías mercantes de Holanda y Francia y después de recorrer la costa de África desde el Canal del Suez hasta Dahomey. Hablaba perfectamente francés, inglés, entendía el celta que tanto gritaban las mujeres en su tierra y después de tantos años en el Caribe podía con esfuerzo completar algunas frases en español.

El portugués le daba asco, le parecía un español bastardo mezclado con la sangre de los negros, como toda esa gente que vivía en el litoral brasilero, sin apellido, sin hombre, niños y niñas oscuros hijos de madres negras como la noche y de padres desagradables que usaban la luna como cómplice para arrinconar mujeres de caderas amplias contra la pared del establo o tumbarlas en el piso de la cocina. La compuspicencia de los hombres blancos nunca la había entendido ni le había interesado, de vez en cuando cuando la lujuria se apoderaba de su cuerpo visitaba alguna prostituta en el puerto donde se encontraba y si era en medio del océano recurría al onanismo en la popa sólo después de media noche, cuando fingía que cantaba historias celtas. Una noche había encontrado a dos marineros acabando con su lujuria mutuamente y había confinado al de mayor rango a una especie de carajo que había montado en la parte posterior de la proa.

Dos días antes de llegar a Manaos los marineros empezaron a ver indios encadenados trabajando en caucheros despejados. Algunos se tiraban contra los árboles para rascarse terribles heridas cerca de las nalgas. Empezaron a sentir un olor fétido y el tráfico de navíos había incrementado su número, así como el número de chalupas que en la noche buscaban contrabando. Doyle se había preguntado si la pútrida miasma venía del agua negra que desde varias jornadas atrás habían detectado a estribor pero no tenía sentido porque entonces habría empezado antes. Las luces de los otros barcos y de la ciudad iluminaban aquel limpio cielo. Habían esperado lluvias durante todo el camino pero hasta ahora sólo los había saludado un chaparrón la noche que dejaron Belem.

Uno de los marineros del turno de la madrugada había detectado los primeros edificios de la ciudad y le impresionaron. No era mentira lo que decían de Manaos, grandes casas requintadas, un puerto movido y el teatro de colores cerca al río. A quién en su sano juicio se le habría ocurrido construir esa increíble ciudad en el medio de la nada, Doyle todavía no lo entendía. Al medio día los había alcanzado un pequeño bote de las aduanas brasileras y cuando el cuerpo oficial fue informado del importante cargamento que llegada en el Dardanelos fueron requisados con rapidez y se les otorgó un turno de desembarco en el puerto al comienzo de la lista. Al día siguiente los indios estarían descargando los muebles que venían dentro del barco y, si sus cálculos no estaban mal, en un mes exacto estarían de vuelta a Europa, justo antes de la navidad que este año pretendía pasar en descanso junto a alguna moza en las orillas del Ebro.

A Doyle le había parecido prudente bajar en la barcaza del gobierno hasta el puerto y allí encontrarse con los emisarios del gobernador Ribeiro, a quienes debía hacer firmar varios folios de conformidad. Él todavía no entendía cómo esos finos sillones de terciopelo rojo irían a sobrevivir a ese clima malsano ni tampoco quién se iba a sentar en ese calor de los mil demonios para ver una obra que seguramente tampoco tendría actores. No era su problema, al fin y al cabo a él le pagaban por llevar la carga a salvo, el uso de esos hombres que en lugar de disfrutar de sus riquezas en el Mediterráneo lo hacían en la mitad de un mundo verde lleno de plagas le traía sin cuidado.

Se encontró con un hombre enjuto que tenía la manía de tocarlo demasiado y que le había prestado un sombrero de pajas que le daba un aspecto raro pues sus claros cabellos se asomaban por algunas aberturas en la copa y que al mismo tiempo mantenían la cabeza fresca. Se tomó una infusión fría de alguna fruta local, aunque había prometido no comer ni tomar nada muy exótico y había prohibido a sus hombres hacer lo propio para evitar diarreas o infecciones en alta mar. Habló de los planes de sus jefes para con la ciudad y recordó que las maderas no podían, bajo ninguna circunstancia mojarse con el agua del río o de la lluvia. Le indicaron que el gobernador, feliz porque uno de sus proyectos más importantes estaba a punto de ser concluido, le había asignado un hospedaje especial en la nueva ciudad y que sus marineros también recibirían tratamiento con las dignidades de los visitantes ilustres.

Con cortesía desistió de los honores, recordando que era un hombre de mar, a él esas finuras no le hacían bien. Su fuerza y su temple heredados de Manannan podrían verse minados si los trataban como señoritas. El hombrecillo insistió y le recordó además que como parte del contrato el gobernador iría a hacer una cena en su honor. El capitán accedió a las gracias en su nombre propio y el del contramaestre y decidió que por cada noche cinco de sus marineros podrían pasar la noche en la ciudad pero que deberían regirse por la estricta disciplina victoriana que él había puesto como norma en su barco desde que habían dejado Gibraltar atrás.

Su nariz había dejado de ser blanca desde hacía muchos años, tampoco lo eran sus pómulos, antebrazos, pecho, cuello ni la parte superior de su espalda. Sus pies seguían siendo blancos, casi brillantes y cuando entraba al agua los podía ver con claridad. Aún en los días más duros en el mar no se quitaba los zapatos sino para bañarse o para dormir. Ni el particular color de su piel, ni sus cabellos rojos con algunas canas, ni su ropa demasiado londinense para esa selva, ni su forma de balbucear español para tratar de entenderse con la mayoría de los hombres que decían hablar francés y lo que lograban era quedar en ridículo lo hicieron parecer foráneo. En aquella ciudad todo era terriblemente extraño.

Aquella noche no pudo dormir, después de tantos días con el balanceo de las aguas volver a tierra firme era simplemente una tortura. Le hizo falta el ronco sonido del motor y en cambio le parecía que en cualquier momento una fiera iría a entrar a su habitación. Recibió una visita de media noche, una olorosa mujer con rasgos indígenas y la piel tan blanca como sus pies que rechazó porque solo pensar en el movimiento exagerado del cuerpo le producía vómito y él bien sabía la calentura de las mujeres del trópico que no se contentaba, como sus coterráneas, con simples espasmos de la cadera.

No tenía intenciones de perder tiempo, bien de madrugada, cuando los gallos empezaron a cantar fue hasta el puerto y consiguió que un agente aduanero, que estaba buscando detener algún mercader nocturno para hacerse a una jugosa comisión que la Cámara de Comercio les había prometido al capturar cualquier contrabandista, lo llevara en bote hasta su barco. Lo recibieron los mariscales y el contramaestre que estaban prontos para desembarcar las 701 sillas del barcos, ponerlas bien en coches o las bodegas del barco. Algunos de sus marineros habían mostrado interés por quedarse en ese desolado rincón que ofrecía buenos salarios a quienes trabajaran en la instalación las líneas eléctricas, el acueducto o la canalización de las aguas malsanas y donde, según decían, uno podía encontrar una pepita de oro y volverse rico o conseguir a punta de plomo y machete un terruño y un par de indios para mandar a Europa, a India o a Estados Unidos grandes cantidades del tan preciado caucho.

Los planes de sus hombres no le sorprendía, ya había visto hombres quedarse varados en los lugares más recónditos para buscar, la mayoría de las veces sin éxito, la fortuna o el amor. A él ninguno de los dos le importaban. Maniobró hasta el puerto flotante sobre las aguas negras del río que unos llamaban Vaupés y otros más prácticos simplemente negro. Allí lanzó las anclas y se puso a disposición de la autoridad portuaria del Estado de Amazonas. Aunque la población de Manaos era poca y casi toda se encontraba en las caucherías sacando aquella leche viscosa que tanto había revolucionado la industria, todavía era posible encontrar hombres fuertes que sacaran del barco con sumo cuidado los sillines que harían parte del impresionante teatro.

Cuando los hombres del gobernador Rivero empezaron a dar órdenes a sus indios para que tuvieran las debidas precauciones el capitán Doyle se bajó del barco y fue a ser recibido por el hombre que contrató todo eso. Ribeiro resultó ser más educado que lo que él se imaginó y mucho más elegante también. Usaba sacoleva y un sombrero de aquellos que estaban de moda en las cortes europeas y que la gente llamaba coloquialmente de Panamá. Se le veía inteligente y después de 10 minutos de conversación se dio cuenta que Manaos no había nacido sola, era una ciudad que existía gracias a los buenos propósitos de este hombre venido de lejos a gobernar semejante despropósito. Hablaron de las instalaciones eléctricas, del interés de su gobierno por traer músicos europeos a tocar desde su foso y a cantantes y bailarines a demostrar sus mejores acordes y pasos desde aquella pulida tarima que tanto esfuerzo les había costado montar.

Visitaron el lugar donde las sillas se iban a instalar y Ribeiro le mostró con orgullo las bombillas nuevas traídas desde Rio de Janeiro para iluminar los espectáculos y los azulejos con la bandera de la República que se habían instalado en lo más alto de la cúpula. -En las ciudades antiguas el edificio más alto es la iglesia, Manaos, centro de la modernidad tendrá a su teatro como el edificio más alto y será posible verlo desde todos los rincones de la ciudad-, había replicado con orgullo cuando compararon al altura de la cúpula con las torres de la iglesia. Esa noche estaba planeada la recepción en casa de Ribeiro y este al ver que su homenajeado posiblemente no iría a estar a la altura de tan magno evento le hizo tomar medidas para ajustar uno de sus trajes.

A las 7 en punto había una fila de carruajes con la crema y nata de la sociedad amazónica esperando que los portones de la villa de Ribeiro se abrieras. La demora era del sastre que no había terminado de dar las últimas puntadas sobre el vestido de Doyle y el invitado principal había de ser homenajeado desde el comienzo. Cinco minutos después, cuando el jején y los zancudos estaban a punto de desesperar a más de uno, un criado abrió el primer portón y los caballos empezaron a andar. En el vestíbulo los esperaba el dueño de casa con su esposa, elegantes, de negro, como citaba la más reciente etiqueta y saludaron con pompa a cada uno de los invitados, casi todos miembros del gobierno, representantes de las casas comerciales y dueños de haciendas caucheras. Todos estaban aguardando al invitado mayor que sólo fue indicado a seguir cuando todos estaban sentados en una impresionante mesa rectangular que recordaba los mejores banquetes de la Reina Victoria en Windsor.

Después de una comida con poco sabor local los asistentes fueron invitados a pasar al gran salón a bailar polcas, valses y otras músicas interpretadas por una orquesta que había sido instalada en Manaos para poder corregir la acústica del teatro. La mujer que lo había visitado la noche anterior se acercó con garbo a donde el capitán y lo invitó a un baile particular que mezclaba los sonidos de un vals con una extraña percusión propia del Caribe. El baile comenzó con los pasos que estaban de moda en Europa cuando él era un adolescente y después hubo algunos cambios en los que la bella mujer movía sus caderas tan cerca que él podía sentir el roce de las ropas. Al principio le incomodó pero después se fue acostumbrando a tal movimiento que le hacía estremecer. Había visto en Santo Domingo y otros rincones del Caribe cosas similares pero nunca se había atrevido a practicarlo.

El capitán no se asomó por el barco ni al día siguiente ni un día después. Cuando todo estuvo listo para partir el contramaestre mandó a buscarlo y nadie lo había visto. El gobernador aseguraba que uno de sus cocheros lo había dejado en el hotel aquella noche y los funcionarios del hotel sabían que él había llegado tarde y no lo habían vuelto a ver. Tres días duró la búsqueda, la policía militar de Amazonas procuró hasta en la última casa y cuando no hubo forma de reportar su vida lo dieron por desaparecido y el Dardanelos partió para Europa estrenando jefatura. En Francia, donde lo esperaban con ansias, dos meses después apareció un pequeño obituario en un periódico local de Marsella en la que le daban buena vida a un hombre "al que los caníbales se llevaron para un mejor lugar". Doyle se había perdido en una casa cauchera a dos días en chalupa de allí donde pasó a vivir con su compañera de baile. Cada vez que alguien iba a Manaos pedía que le trajeran un recuerdo del teatro, ese que lo había llevado a la mitad de la selva, a los brazos de su amor.

3 comentarios:

  1. Antes de leerlo, yo quería perderme en medio de la nada para eperimentar algo nuevo, pero dede hoy renuncio a esa loca idea. Muy buen relato, me gusto mucho la historia.

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  2. Ocho días... ocho!!! Ocho días pasaron antes de que pudiera devorar cada uno de los 20 párrafos de este maravilloso relato. Cinco estrellas, 3 Michelin, 3 soles. Lo amé.

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  3. Que buen relato, me hiciste revivir un gran viaje y recordar el mío. Pase unos maravillosos días recorriendo los monumentos históricos de México, relajándome en las playas de Cancún y descansando en los hoteles en punta cana

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