Reloj no marques las horas, que el tiempo se nos va y nos quedamos aquí, con arrugas y las ganas. Reloj por favor párate, quédate quieto, cállate por un momento. Déjame ser feliz. Ayer estaba caminando por la ciudad y descubrí que el tiempo pasa y yo ni me doy cuenta, descubrí edificaciones que hace poco no estaban ahí, encontré tiendas que no imaginaba y vi gente que no quería ver.
Me di cuenta que ya no soy tan joven, antes disimulaba la adolescencia entre los demás transeúntes, ahora me sentí viejo y desubicado. Todos vestían una moda que no me gusta y no va con mi estilo. Todos parecían felices, como si este mundo no tuviera sufrimiento. Todos sonreían sin arrugas, acaso las pieles de sus caras tienen una cantidad extra de colágeno que no heredó mi antigua generación. Lo peor es que al escuchar sus conversaciones sentí que ya no estaba en el mundo de mi vida.
Eso quiere decir que estaba caminando por una ciudad desconocida, por un universo paralelo al que tuve acceso alguna vez y que por cosas del destino ya no me hacía sentir bien. Recordé mil últimas salidas, siempre en carro, siempre a lugares burgueses con pretensión de bohemios o a restaurantes finos con cartas en idiomas extranjeros. Siempre rodeado de gente que habla mil idiomas, de gente que ha viajado, de gente que quiere ser más que yo.
Entonces me pregunté qué ha sido de mi vida. Y mi vida ha sido eso, viajar, aprender, leer. Pero dejó de visitar a la ciudad, a reconocer las caras de los indigentes, a saber dónde están los charcos y cuales baldosas de los andenes están levantadas. Entonces descubrí que había perdido el tiempo. Entonces decidí que es tiempo de recuperarlo. Entonces caminé.
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