Negociante, esa sería la más simple descripción de su caracter. Negociante en el sentido puramente etimológico, nada que ver con el sentido mercatilista, la simple negación del ocio. María del Mar y del Sol no fue una mujer normal, estaba todo el tiempo activa, dicen que recuerda las campesinas de la Extremadura y Andalucía. Nací en el Nuevo Mundo y nunca estuve en España, entonces no puedo corroborar esas palabras. Siempre estuvo pendiente de los niños que pedían sopa en los conventos, nunca le faltó aguja e hilo para remendar la ropa de todos los que tuvieran un hueco, un dobladillo suelto, una manga larga, un par de kilos menos. Nunca dejó de probar la comida antes de pasarla a la mesa y era la que revisaba que todas las velas estuvieran apagadas antes de dormir.
Su corazón vivía a otro ritmo. De tanto hacer no le había encontrado tiempo para hacerle cariños. Tal vez lo cuidó mucho. Enamorada precozmente de un hombre de mar, ella sabía que su amor siempre iba a ser errante y que las pocas veces que lo veía no podía dejarse caer en la tentación. Eso sí, nunca dejó de cortejarlo. Ella sabía que las mujeres que vivían en los puertos, como ella, estaban destinadas a esperar que las olas les trajera a sus amados. Se sacudía de terror cada vez que alguien en el mercado o en el atrio de la iglesia pronunciaba palabras como sirenas, monstruos, piratas, tormentas, meretrices. Nunca hablaba de otros puertos, no le gustaba hacer suposiciones de otras mujeres, no hablaba de familia.
María del Mar y del Sol decidió esperar a que el mar le trajera a su amor definitivamente, no lo quería compartir con los barcos, con las olas. Se quedó sola suspirando en las oscuras noches de tormenta. A veces cuando se sentaba en la bañera a disfrutar las caras aguas de flores pensaba en lo afortunada que era por haber encontrado el amor y saber que algún día él le iba a decir que renunciaba al mar salado, que prefería el que estaba en su nombre. Ella siempre supo que iba a ser una espera larga, que el abrazo que tanto esperó en la temprana juventud no iba a llegar antes de que cumpliera unos 30 inviernos. Ella soño con una vejez acompañada de un hombre al que escasamente conocía.
Para él la vida no tenía sentido si no sentía el vaivén de las olas, el tiempo en tierra era terrible, se mareaba, le molestaban los saludos corteses de las mujeres que esperaban llevarlo a sus lechos. Para él era mejor esconderse en los brazos de una desconocida antes de partir a un nuevo destino. Había prometido que se tiraría a los tiburones el día que no sirviera más para el trabajo. Le gustaba ver las caras expectantes desde la borda, nunca había imaginado estar allá abajo, no quería estar oteando el horizonte a la espera de una señal del mástil o la vela de un barco. Él soñaba con los rayos, los truenos, la inmensidad del azul, las cuerdas, los nudos, el viento, la falta de comida, las primeras gaviotas cuando se acercaban a las costas, el reflejo de las ciudades en el mar, la espuma que moría en la arena, los peces, las playas, los acantilados.
Ella pensaba en una familia, en hijos, en nietos. Quería ir al interior, a la capital. Quería abordar un barco e ir a Europa, daba siempre instrucciones de cómo mantener sus ocupaciones a la orden del día para evitar que se perdiera la costumbre de alimentar a los pobres o de ayudar en la iglesia a organizar las fechas especiales. Ella quería dejar todo en su sitio el día que fuera a conocer Paris. Ella sabía que se merecía un amante romántico que le llevara serenatas y la llenara de joyas y vestidos. Ella estaba convencida que tendría a un hombre que la acompañara al salir de la iglesia y le abriera la puerta del coche.
María del Mar y del Sol nunca se imaginó que se iba a secar antes de su primer abrazo. Nunca se le pasó por la mente que el tiempo pasaba rápido y la vejez no daba espera. Ella no se dio cuenta que entre los pobres y las reuniones de sociedad, entre sus empanadas y las misas, entre los inviernos y los veranos, se le acabó la vida. No tuvo hijos, no tuvo nietos, no conoció la capital. Afortunadamente los años de estar trabajando por los menos favorecidos la había convertido en una mujer práctica. Una noche mientras apagaba la vela de su mesa de noche pensó en apagar su vida y su casa con el fuego eterno. Era fácil, era simple. En ese momento un viento marino se coló por el hueco de la puerta y le apagó la luz. Le dio un escalofrío, por un momento sintió que su amado le había mandado ese soplo. En menos de un minuto sintió frío y se dio cuenta que no era un hombre el que la iba a acompañar toda la vida. Se dio cuenta que de amor no se muere, se vive.
Al día siguiente dio las instrucciones normales, se alistó para ir a la iglesia, salió como siempre con la sombrilla, un par de guantes blancos y el bolso con algunas cositas que le podían pedir por el camino. Alguno de sus lacayos se dio cuenta que María del Mar y del Sol tenía un bulto mayor en su cartera de diario, pero no preguntó, él no podía preguntar, era un sirviente, tampoco comentó con los otros la novedad, seguro era más comida o un jarrón para un arreglo floral. Esa tarde no salió de la iglesia, extrañado el lacayo fue a preguntar por doña María del Mar y del Sol. Le contestó el cura que se refiriera con el respeto debido a la hermana Marina, la nueva novicia del convento de las carmelitas.
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