domingo, 15 de febrero de 2009

Un saquito de lana

Hoy salí con frío, odio el frío. Odio tener tantos años, odio que mi mamá ya no me cuide tanto. El frío, ese compañero incondicional de mi vida. A veces pienso que no lo odio, que lo amo. La edad, simples 20 años, en otros 20 tendré 40 y en 20 más 60 adportas del infierno, si no me ha matado el tedio o el frío. Mi mamá solía hacerme saquitos de lana para protegerme del frío, para darme calor, para tener seguridad, para no enfermar. De todo eso no me queda sino el frío. No me abandona.

Mientras salía me dio rabia, envidia. Odio la envidia, al igual que el frío ella siempre está ahí. Envidia de las parejas que se dan besos, que se dan calor, que se tienen para apoyarse, que se ríen de chistes internos, que tienen claves para hablar, que se dicen cosas lindas, que se dan detalles románticos. Eso me da envidia.

Me monté en un bus. Vi gente linda, vi hombres recíen salidos de una obra en construcción, vi señoras del aseo con sus manos brillantes por el jabón, vi a universitarias buscando al hombre ideal, vi parejas que esperan la noche para dejar salir sus más profundos deseos. Escuché música popular, me cansé. Dormí. Desperté y estaba en un mundo raro, con edificios altos e imponentes, lugares en los que escanean a la gente para entrar. Al lado de esas brillantes torres de mármol gente con cochecitos de bebé llenos de dulces. Al lado de esos carros, un par de perros trata de oler los baúles buscando bombas.

Aquí es mi lugar. Mejor este es mi destino. Me levanto lentamente y camino hacia atrás, rozo las nalgas de un joven y las tetas de una señora con cara amargada. Ella sonríe, como si nadie le hubiera hecho un favor sexual en muchos años. En cambio el tipo se voltea y simula una expresión de rabia. -Dilo, dilo, te gustó- dice mi mente. -Sí, me gusto mucho- responde su pene. Mi mano derecha trata de mantener el equilibrio del cuerpo mientras la izquierda se acerca a tocar el tiembre. Bajo los escalones lentamente y una bocanada de humo me da la bienvenida a una acera extraña.

Odio esa combinación entre primer mundo y tercer mundo que pretendemos simular. Me gusta el primer mundo con sus comodidades. Me gusta el tercer mundo con su sencillez y tropicalismo. Pero juntos no restan, no suman, no hacen un mundo diferente. El caso. Estoy aquí porque extraño los saquitos de lana de mi mamá. Ella ya no me mima, tampoco me habla, menos me teje. Aquí, en el centro de los negocios a veces las mujeres encuentran los productos que buscan. Yo busco un saquito de lana. No importa que sea femenino. Sólo quiero que sea pequeño, a la medida.

El problema es que busco un saquito que no me cubra los hombros, que no me apriete el pecho, que no me caliente la espalda. Quiero un saquito de lana que me proteja el corazón. Yo sé que no parece, pero a veces me da miedo que el frío lo vaya a destrozar y me quede sin esperanzas en este mundo de dejar de sentir envidia, de tener calorcito, de hacer chistes de dos, de hacer el amor, de tener un apoyo incondicional en mi solitaria vida.

Caminé por horas, minutos, no sé. Pregunté en todas partes. Nadie supo darme razón. Nadie tenía de esos. En un sitio me sacaron con un: señor usted está loco. No entendí. ¿Loco? ¿Por querer un forro para mi corazón? Alguien debería explicarme. En fin, odio esas vendedoras que no entienden que muchas veces los compradores sabemos lo que queremos y no estamos dispuestos a comprar algo cuando estamos preguntando o viendo vitrinas. No se me ofrece nada, gracias. No te tengo paciencia. No me digas que eso está muy bonito. Ese color no está de moda. Te odio. Me dejas matarte.

Volví a montarme en un bus. Ahora eran jóvenes borrachos y ejecutivos en desgracia los que viajaban conmigo. Nada interesante que ver en los asientos. Trataba disimuladamente de taparme mis narices, el muchacho de al lado olía a un desagradable perfume barato. Afuera las luces de navidad me daban vómito. Odio las fragancias dulces que venden en las esquinas por tres pesos. Odio las luces de navidad, producen una terrible sensación de que la gente es feliz. ¿Son felices? No creo. Odio el vómito. Odio el olor del vómito. El olor del vómito me hace sentirme enfermo. Creo que del cuerpo de uno sólo debería salir aire, lágrimas, sudor, mierda y semen. El resto se queda donde está.

El viaje en bus es aburridor. Pienso, vuelvo a pensar. Miro las caras de desespero de la gente que viaja conmigo y me imagino un bollo de alimentos con trocitos de carne y pan subir y bajar por el esófago de varios de mis vecinos. Los veo pasar saliva. Los veo mover la cabeza al ritmo de los frenazos y arranques del señor conductor. Pienso, vuelvo a pensar. Me voy a tener que hacer el saquito yo mismo.

Cómo, cómo putas lo voy a hacer. No sé coser, no sé bordar, no sé tejer. Tengo que aprender. Mi mamá no me va a enseñar. Odio las manualidades. Odio a mi mamá. Odio que no me haya tocado ser mujer. Si fuera mujer la vida sería más simple. Sabría tejer, tendría hombres atrás mío, no parecería un perro cachondo detrás del culo de las viejas. Miento, no quiero ser mujer. No quiero derramar sangre una vez al mes. No quiero parir a nadie. Odio la sangre, no la soporto. Odio depender de la sangre para vivir. Odio los partos. Odio tener que agradecer por toda la eternidad las ganas de un hombre y una mujer. Odio pensar que todo mi cuerpo, no sólo mis dedos, pene y lengua, estuvo dentro de una mujer.

Bajé del bus, esta vez no le hice nada a nadie. Aquí, en los suburbios no hay forma de mostrar afecto. Aquí todos están muertos por dentro. Aquí todos están enamorados de sus millones, y sus casas, y sus familias, y sus carros, y sus mascotas, y sus sonrisas fingidas. ¿Por qué no se van la mierda? ¿Por qué no se acaba la clase media? ¿Por qué me tengo que agüentar esto? No entiendo. Igual no importa. No me recibió el humo de la calle, sino el olor de las flores. Me recibió un trancón de personas tratando de comprar, comprar y comprar.

Entré a mi casa. Tuve ganas de quemarla. Tuve ganas de destruirla. No pude. Odio mi casa. Odio no tener la fuerza necesaria para hacer las cosas. Voy caminando despacio a mi cuarto quitandome la ropa. Entro a mi recinto, lo huelo. Huele a mí. Huele a sudor, a semen, a sexo, a masturbarme en la mañana y hacer abdominales en la noche. Huele a televisor, huele a computador. Huele a pornografía, huele a hombres y mujeres que han pasado por mi vida.

Me acuesto y abro el portátil. Maldigo la internet inalámbrica de mis vecinos. Cierro y voy a orinar. Vuelvo y ya hay redes disponibles. Busco pornografía. Busco web-cam-sex. Me hago la paja frente a la cámara mientras un extraño mira y tiene un orgasmo voyerista. Me quedo acostado boca arriba con el semen en mi pecho, me dan ganas de tener alguien que lo chupe, que lo saboree y se lo coma. Pienso en el triste destino de esos espermatozoides, morir en un pedazo de papel. Me quedo dormido. Suena el teléfono, veo es mi abuela. Me da pereza hablarle. Seguro me va a regañar.

Decido contestarle, le digo tres pendejadas. Prometo visitarla. Odio hablar por teléfono, detesto que mi voz viaje por un cable. Odio las visitas, aborrezco sentarme con la gente a hablar de cosas idiotas en una sala al calor de un café. Quisiera que me metieran ese calor en mis güevas, en mi ano, en mi boca. Vuelvo a ver el semen en mi pecho. Pienso que ya no quiero un saquito para mi corazón sino uno para mi semen. Voy a preguntarlo la proxima vez.

Pienso en mi abuela otra vez. Vieja idiota. Esnobista, elegante, superficial y la vez intelectual. Ella sabe tejer. La llamo. Se sorprende. Le pido que me teja un saquito para mi corazón. Me dice que eso no se puede, que estoy loco. Otra vez loco. Pienso en la locura. Locos deben estar los espermatozoides en mi pecho buscando el óvulo que no aparece. Depronto están una orgía procurando morir con una sonrisa en la cara.

Odio la locura. Me levanto. Siento el semen escurrirse por mi estómago. Algunas gotas caen en el piso. Voy a la ventana y veo las estrellas. Así deben estar mis espermatozoides, extinguiendose como esos gases en el cielo. Pienso en la extinción. En el suburbio. En los edificios. En los perros y los coches. En los ejecutivos y las empleadas. Pienso en mi. Me canso. Mis piernas no resisten, mi cuello tampoco, mis manos tampoco. Quiero besar a alguien. Decido besar el piso del parque 12 pisos abajo y me lanzo.

2 comentarios:

  1. Hola!
    Lo prometido es deuda...y este si me movió. Soy un lector escéptico, pero tu escrito me hizo creyente.

    Bueno, ahora son dos las invitaciones...a que me reconozcas y a que camines conmigo...además, ahora, de que me dejes tomar tus medidas...

    PARA VER SI PODEMOS HACER UN SAQUITO DE LANA!

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  2. Que buen post, me gusta mucho la manera como escribes.

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