jueves, 5 de febrero de 2015

Olinto

Las rejas eran de un color inconfundible pero imposible de describir, en algún momento debieron ser azules pero el sol las había vuelto de algún tipo de gris. Detrás de ellas, los sillones en los que sentaban tía María y los abuelos. Más allá, la sala y el comedor. En el bifé siempre había fariña, en el mostrador siempre la vajilla que le habían prometido a mi mamá; el primer piso lo completaba el cuarto de nosotros y la cocina, no recuerdo un baño pero supongo que allí estaría porque rara vez subimos las escaleras. En la nevera siempre había todinho y yogur para nosotros, éramos consentidos.

A este lado de las rejas había tres escalones, un patio que combinaba la tierra con un cemento, la verdad ambos del mismo color. Un muro alto, blanco, que no nos dejaba ver afuera nos separaba del Prado. En un rincón se parqueaba el Scort dorado de Bito y a su lado había un tanque de agua que, según soñaba, se llenaba de cangrejos para comer. Creo que el tanque era solo un depósito de agua para las peores épocas de sequía. A su lado estaba mi parte favorita de la casa, después de la nevera, obvio. Ahí estaba plantado un árbol de carambolo, que para nosotros siempre fue carambola.

Una vez al día, después de la playa y antes de la cachaza, llamaba a los gritos a los "meninos", éramos Felipe, Jennifer y yo. Nos sentaba en las escalinatas y se iba con su camisa perfectamente blanca y sus uñas recién arregladas hasta el carambolo, nos traía una fruta a cada uno y se sentaba con nosotros. En raras ocasiones nos dejaba tocarle la calva. En general, solo se quedaba ahí, riendo de esos bichos raros que sudaban más que el común y que apenas balbuceaban su idioma.

Vi apenas 5 veces a Seu Olinto. No recuerdo su voz ni sus ademanes, recuerdo su ropa porque hay miles de fotos, su sonrisa porque me quedan algunos casetes en la cabeza y nuestro plan frugal porque quién no se acordaría de una historia tan bonita.

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