sábado, 13 de noviembre de 2010

El baño de los geranios y los jazmines

El encuentro no fue casual, la cita se había postergado una y otra vez, era como si alguien no quisiera que se encontraran. Algo le decía a él -alto, ojos claros, piel bien tostada por el sol- que los libros de Paulo Coelho no decían la verdad, el universo no conspiraba a su favor por más que él quería abrazarlo y besarlo. Se habían besado una vez, había sido un muy buen beso.

Se quedaron sentados, con frío, sin muchas palabras. Sí, es que las palabras con él sobraban, su cara decía mucho cuando no estaba hablando, sus ojos no reprimían unas ganas y los pliegues de expresión no callaban una sonrisa. Poco pestañeaba, fruncía el ceño con frecuencia y de vez en cuando hacía un extraño movimiento impulsado por el intenso frío que hacía en esa terraza quiteña en esa época del año.

La conversación comenzó a fluir cuando un par de piscos se mezclaron con la sangre y la presión arterial subió un poco. La brisa fría que corría esa noche fue pronto reemplazada por un torrente sanguíneo caliente y cómplice. Empezaron hablando de viajes, tarea sencilla, él era un biólogo que conocía como pocos la selva amazónica de Ecuador y que había recogido experiencias en lugares tan diferentes como la puna peruana, el Magreb, las praderas andaluzas y algunas islas del Caribe. A su interlocutor le gustaba más la ciudad, confesó que nunca había acampado y que lo más cercano a la naturaleza que había estado eran unas termales en el Antisana, un recorrido en helicóptero por el Gran Cañón del Colorado y una pequeña visita al Cotopaxi, ni siquiera había subido al Chimborazo.

Discutieron un rato sobre lugares para conocer, llegaron a la conclusión de que, por diferentes motivos, detestaban Miami y Nueva York, no había nada peor que viajar en avión y no había mejor lugar para vivir que los Andes. Pasaron a los libros, no había mucho que hablar, a él le gustaba por igual Paulo Coelho y García Márquez; a su interlocutor le estresaba todo lo que sonara latinoamericano pero reconocía que algunas historias chilenas estaban bien escritas. Pasaron a hablar de acentos y rieron a carcajadas imitando a limeños y santiaguinos y fracasaron en su intento por hablar como los bogotanos. A su interlocutor le hacía gracia pensar que los chilenos hablaran tan feo y escribieran tan lindo y que a los colombianos les pasara justo lo contrario.

Decidieron aprovechar las desoladas calles de Quito para dar una vuelta y tropezar con turistas, de pronto tomar una que otra foto y, uno nunca sabe, terminar en un cuarto por horas para recalentarse cuando el efecto de los piscos se acabara. Pidieron la cuenta, se pusieron un par de abrigo y paraguas en mano salieron a caminar. Tal como imaginaron la ciudad estaba infestada de norteamericanos impresionados con el barroco quiteño, algunos buscaban sin buenos resultados el Panecillo donde muchos, no sin razón, esperaban encontrar un lugar clandestino para consumir alucinógenos y encontrar sexo casual.

Un par de cuadras, cerca a Carondelet decidieron buscar cerveza en un lugar bastante bohemio decorado con imágenes celtas y del que salían sonidos de un pop alternativo, característico de las bandas de jóvenes ecuatorianos. Se acaloraron rápidamente y con un par de prendas menos pidieron vino. En la mitad de la primera botella ya ambos habían perdido la noción del tiempo y del espacio. Decidieron pedir otra y salir a buscar un refugio más íntimo. Él vivía en San Rafael, en el valle, a unos 25 kilómetros de allí y no pensaba conducir hasta su casa en ese estado y el otro, de paso, estaba hospedado en casa de sus padres, un apartamento en Cordero, cerca a la zona hotelera de la 12 de Octubre y tampoco quería irse solo en un taxi, le tenía miedo a uno de los secuestros express que se habían puesto de moda en la ciudad.

Revisaron presupuesto y decidieron que con 30 dólares por persona estarían bien. Encontraron un hostal detrás de La Merced que les cobró a los dos el presupuesto de uno, con desayuno incluido, baño privado y dos pequeñas microscópicas habitaciones unidas por un bello jardín. Cada quien se acostó en su cama y ambos se durmieron pensando que deberían estar acompañando al otro, pero no hubo una sola palabra que alentara al otro para compartir cama. Amanecieron con más frío. Desayunaron, como les habían indicado, en el jardín y después de disfrutar de la brisa helada proveniente del Pichincha él se metió al baño y dejó la puerta entre abierta para insinuar una invitación y el otro con la excusa de lavarse los dientes entró cuando él estaba lavándose la cara.

Se vieron por el espejo, él se sentó en el inodoro para darle espacio y mientras el otro se lavaba con meticulosidad los dientes con un cepillo genérico que le habían vendido en recepción, él le empezó a acariciar las piernas. El baño también parecía un jardín, con la ducha en el centro rodeada de geranios y jazmines, con cuatro caminos en piedra, uno a cada habitación, uno al jardín del desayuno y uno más al inodoro y al lavamanos. Las paredes estaban cubiertas de espejos y azulejos. Las manos encontraron curiosas el cuerpo del otro y después del enjuague las bocas se entrelazaron en un beso que pareció eterno. Él decidió no cerrar los ojos. Era divertido poder ver en todos los ángulos lo que estaba pasando con las hojas de las matas jugando a mostrar y censurar según el ángulo.

La ropa fue cayendo con lentitud, la prisa de la noche anterior tratando de conseguir una habitación para dos había desaparecido. Los besos fueron intensos y suaves, las lenguas descubrieron las encías, los labios, las arrugas, los pliegues. Se amaron por un rato, por otro rato y otro más. Cuando sus cuerpos no podían soportar más sudor se bañaron y se besaron cada centímetro cuadrado de la piel y cuando estaban prestos para amarse una vez más, llamó una señora a la puerta, era la hora del check out o de pagar una noche adicional. Salieron, él fue a buscar su carro, y el otro tomó un taxi en una línea cerca a San Francisco.

Paulo Coelho no tuvo razón, el universo no siempre conspira para que las cosas pasen. No se volvieron a ver.

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Este post está dedicado a mi amiga Laura Galindo

6 comentarios:

  1. Rodrigo, me encanta como logras ponerlo a uno en la situación, me gusta bastante como escribes. :) muy chévere. La última frase es muy cierta en varios casos jajaja

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  2. Nunca volvieron a verse pero siempre tendrán Quito...

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  3. Me encanta Rodri!, Gracias, me haz hecho muy feliz! :)

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  4. Muy bueno Rodrigo. Me gustan mucho mucho mucho estas historias cortas. En cierto modo me recuerdan la forma en la que se narra Cien años de soledad.

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  5. jajajajajajaj me encantó, no más comentarios!!

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