sábado, 12 de diciembre de 2009

No sé tu nombre pero...

...nos conocimos con el sol a mis espaldas. Creo que no alcanzabas a ver mi figura, en cambio yo te veía resplandeciente. Estabas sonriendo, seguro los audífonos que tenías puestos estaban ligados a un radio que sintonizaba una emisora con chistes, era un reproductor en el que sonaba una canción que te traía buenos recuerdos. De pronto reías porque el día estaba hermoso o porque simplemente querías mostrar tus dientes y arrugarte.

Caminamos en dirección contraria, fijamos la mirada en nuestros ojos por un instante y después bajaste la cabeza y al ratito volteamos los dos a mirarnos. Por un momento perdí la concentración y se cayó una maleta que hacía malabares en el carrito mochilero. Hice la fila de vuelos nacionales, supuse que ahí tenía que chequearme para el vuelo, después de veinte minutos descubrí que tenía que hacerla en la línea internacional porque mi destino final era internacional. Me dio rabia.

Cuando llegué a esa fila te vi, estabas un par de puestos adelantes mío. Estabas leyendo el periódico, me di cuenta que era el que tenía la foto mía. Te demoraste en pesar y explicar el contenido de tus maletas y me tocó chequearme en la ventanilla de al lado. Me miraste de arriba a abajo y volviste a tu periódico. Me fijé que tus maletas también tenían el adhesivo con las siglas LIM y me di cuenta que los dos íbamos rumbo a la capital peruana. Sonreí.

Me demoré mucho haciendo check-in, la niña de la ventanilla no me podía explicar por qué si yo tenía impreso el e-ticket y ella veía mi reserva en la pantalla al confirmar mi asistencia al vuelo, no le daba autorización para registrarme. Por culpa de ese problema fui el último en entrar al avión y en mi recorrido por el pasillo no te vi.

Me senté y por defecto caí muerto en el respaldo de la silla. Ni siquiera sentí cuando ofrecieron una gaseosa y un maní, menú tradicional de las empresas de transporte en quiebra. Para mí el trayecto de dos horas pasó en menos de diez minutos. Como estaba en una de las filas de adelante esperé un buen rato sentado para salir y te vi caminar. Ni me volteaste a ver.

Salimos todos a buscar la sala espera de nuestra conexión, no teníamos ni una hora para comer, usar un baño de proporciones adultas y abordar el nuevo avión. Todo esto considerando que estábamos en uno de los peores aeropuertos de la historia. Pasé los controles de seguridad y busqué un baño para lavarme las manos y limpiarme la cara. Entré a uno sucio, no había cubículos disponibles y un señor apuntaba desde lejos a su orinal. Traté de no mirar a los lados y me concentré en el espejo. Me di cuenta que tenía una que otra ceja descuidada y un prospecto de espinilla en la frente. Revisé los puntos negros de la nariz mientras me lavaba las manos.

Me agaché para mojar el rostro y cuando subí la mirada estabas al lado mío. Nos quedamos viendo por el espejo. Desperdiciamos agua adrede para que nuestra mirada se prolongara en el tiempo. Cuando mi agua se apagó y yo escurrí mis manos me picaste el ojo izquierdo. Sonreí, me di la vuelta y me sequé con unas toallas de papel de dudosa procedencia.

Entré a varios restaurantes y nada se ajustaba a mi apetito. Compré una gaseosa, un imán para la nevera y me puse a leer una revista en la librería. Al rato recordé que mi tiempo era estrecho y llegué a la sala de espera cuando ya estaban abordando las últimas filas del avión. Yo estaba en ese grupo y me apresté a entrar. Me distraje con el pasaporte y el pasabordo y cuando me di cuenta te habías saltado mi sitio en la línea de entrada. Te dije en español que respetaras el puesto y no entendiste, repetí la instrucción en inglés y tampoco te diste por enterado, lo dije en portugués y me volteaste a ver me sonreíste y me dijiste que estaba muy lindo pero muy perdido.

Me dio rabia, sentí en ti ese tonito arrogante que tanto me molesta de los hombres que se sienten muy lindos. De malas, pensé, el que se lo pierde es él no yo. Entraste al avión antes y te sentaste en la fila 17, yo tenía la 16, tú en ventana y yo en pasillo. Nadie se sentó a mi lado y en cambio a tu lado estaba una pareja con cara de gringos, blancos, gordos y risueños. Me acomodé en mi silla del pasillo, cuando pude la recosté y por el ángulo entre la silla de al lado y la mía nos vimos varias veces. Al rato me cansé y me puse en la silla de la ventana con mis piernas estiradas sobre las otras dos sillas.

Anunciaron por el altavoz que un problema técnico había impedido mostrar las películas del vuelo pero que la trillada música de los demás canales de entretenimiento iban a estar disponibles. Saqué mi iPod del bolsillo y me puse a ver unos episodios de Los Simpsons que estaban guardados para un momento de aburrimiento como este. Al rato alguien movió mis pies, creí que era una aeromoza y no le presté atención. Otra vez, levanté mis ojos y por encima de las gafas vi que me hacías señas para sentarte. Lo dudé, tu grosería antes no me había gustado, pero te di una oportunidad.

Te sentaste y preguntaste algo, respondí con un sim. Otra pregunta, esta vez un nao. Una más, te ganaste un nem sei. Me dijiste que si me estabas molestado se iba, pero quería ver conmigo lo que yo estuviera viendo. Terminó el episodio en el que Skinner y Edna tienen un romance. Me empezaste a hablar. Detallé tu camisa, tenía un estampado del Hard Rock Café de Saigón. Mentiras, no pudo estar en el sudeste asiático, pensé, y te pregunté por qué la traías puesta. Me contaste que eras hijo de unos diplomáticos peruanos y que habías vivido toda tu vida entre Brasil y Vietnam.

Conversamos horas, o tal vez no fueron tantas, una a lo sumo, el vuelo tampoco era tan largo. Me dio risa tu intento de español, me dio risa que combinabas ese portugués del interior con palabras como pues y ya. Me contaste lo que se siente no tener país, te conté que yo vivía viajando pero que mi base la había fijado en Lima, me encantaba su bruma, sus calles, sus restaurantes, sus playas atestadas en el verano y congeladas en el invierno.

Hablamos de Perú, hablamos de Brasil y hablamos de Singapur. Hablamos de ceviches, hablamos de chistes y hablamos de la InkaCola. Hablamos de viajes, hablamos de computadores y hablamos de mi iPod. Hablamos de páginas web, hablamos de nuestras infancias díscolas y hablamos de nuestra debilidad por los restaurantes. Tal vez sí hablamos por horas, o muy poquito de cada uno de los temas. No sé, ya me confundí. Lo importante es que hablamos mucho.

Hasta ahora me vengo a dar cuenta que no te pregunté tu nombre ni te di mi e-mail. Nada, me quedé pasmado después del primer beso, cuando tus labios secos y partidos rozaron los míos húmedos y ganosos. Perdí el conocimiento cuando me tocaste la pierna. Olvidé mi voluntad cuando me halaste el pelo para acomodar mi boca. Dejé mi alma en el asiento cuando con un fuerte abrazo trataste de comer mi boca.

Y entonces pasó la aeromoza preguntando por nuestros cinturones. A qué horas decidieron aterrizar, cuando prendieron la lucecita que indica que debemos estar bien sentados y con el cinturón puesto. No sé. Cuanto tiempo nos besamos. No sé. Cuándo te levantaste de la silla de al lado, tampoco estoy seguro. Por qué no te hablé más, no lo recuerdo. Sólo me acuerdo de tu cara y de tus dientes destruyendo mi alma y mi cuerpo.

2 comentarios:

  1. me encantoooo wooow!! que gustó la parte del espejo... bastante simple, bastante diciente, bastante creativo!! me transporté a ese avión!!! te felicito

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  2. excelente!!
    me encantan los finales trágicos, aunque solo en los cuentos...

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