lunes, 31 de agosto de 2009

Frío, ducha y lunares

Estábamos sentados, uno al lado del otro. Era tarde, los dos sabíamos que pronto se prenderían las luces y nos quedaríamos ahí, en medio de todos, con las ganas de más. Así fue, se acabo la película, pasaron unos créditos sin pena ni gloria y en menos de nada ya estaban barriendo el piso de las sillas preferenciales.

Nos dijeron gentilmente que era hora de irnos. Nos repitieron con angustia que la película se había acabado. Primero yo hice un gesto indefinible con mi cara que te dio risa y después tú asentiste con tu cabeza. Salimos, no queríamos pelear. Íbamos cogidos de la mano, te reías de mis pendejadas y yo en compensación te daba besos en el cuello, mordiscos en la oreja, picos en los cachetes. Cuando estuvimos en la acera me abrazaste con fervor y gritaste una grosería recordando que estaba haciendo un frío de milk demonios. Vaya oximorona, los demonios son los calientes se supone, pero no iba a discutir contigo, al fin y al cabo Bogotá es una ciudad infernal con un clima paradisíaco, como diría mi amigo Andrew: or so they say.

Me tocó, no era la primera vez, arroparte en mis brazos y prestarte mi chaqueta. Sí, no podías cargar tú con un accesorio que te abrigara, tenías esa terrible manía de andar en camiseta. Así me enamoré de ti, con mis hombres gritando hipotermia, mi pecho aullando neumonía y mi corazón sonriendo de calor. Caminamos un par de cuadras, siempre íbamos a ese cine con ínfulas de extranjero para complacer nuestro respeto por el séptimo arte y nuestra abnegada pereza de buscar transporte tarde en la ciudad. Nunca nos gustó el cine temprano, teníamos la manía de hacer la fila de las 5 para burlarnos de la gente, comprar la última función disponible, sin importar el contenido de la película y dar vueltas alrededor de la plazoleta de comidas para conseguir con afán un rincón en donde darnos un beso.

Cuando entramos sudabas frío. Tenías las manos congeladas, ni qué decir de mi, que estaba tiritando y con ganas de meterme en una ducha caliente. No habías acabado de cerrar la puerta cuando yo ya tenía la mitad de mi cuerpo desnudo. Con cara de sorpresa preguntaste qué haces y con naturalidad respondí me voy a meter a la ducha. Prendí el agua caliente y no alcancé a calcular la temperatura perfecta. Me metí, primero un chorro cuyas gotas parecían puñales helados atravesando mi espalda. Después un poco de agua tibia para terminar con un refrescante hilo hirviendo que producía toneladas de vapor al estrellarse con mis hombros. Me puse rojo, me dio parola, agaché la cabeza y sentí que tenía dedos otra vez.

Apagué el agua y me acordé que no tenía la toalla ahí, era sábado, la había lavado. Te llamé unas dos veces y no respondiste. Malditos iPods, cómo nos hacen la vida complicada. Salí empeloto y camino a la cocina, donde seguramente estaría mi toalla rasposa recíen salida de la lavadora, me crucé contigo. Me viste el pene en todo su esplendor, sonreíste, lo tocaste y me regañaste por estar mojando el piso. Maldita sea, hace frío, mucho frío, debí pensar en ese momento. Tal vez sólo estaba pensando cómo hacerte el amor ahí mismo. Me sequé un par de minutos después y me acosté desnudo con la toalla separando mi humeda cabellera de la cama.

Me diste un pico, dos, tres, muchos. Parecías un pollo picoteando una lombriz, me diste tantos y tan cortos que no alcanzaron a sumar siquiera uno de verdad. Te pedí que me contaras los lunares. Me dijiste que era imposible. Te ordené que me contaras los lunares, te emputaste conmigo. Te dije que si no me contabas los lunares no dormía contigo, me diste un puño en el pipí. Me di la vuelta con rabia y simulé quedarme dormido. Esperé como 20 minutos. No hiciste nada y de pronto te moviste. Me besaste la mitad de la espalda, uno, otra vez la espalda, dos, así hasta completar 43, después los hombros, las clavículas, los pechos, los genitales, quien lo creyera tengo uno justo en la entrada del ano, o al menos eso dijiste tú. En total fueron 198. Cuando te acostaste encima mío me dijiste que tenías la boca seca. No me podías dar más besos. Tampoco quería. Esa noche podía dormir con la satisfacción de saber cuántos y en dónde están todos mis lunares.
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El otro día leí en Facebook una historia muy linda que tenía que ver con lunares, no recuerdo de qué se trataba, pero me acuerdo que me dieron ganas de que me cuenten los lunares. Sigo esperando por tan magno acontecimiento, mientras tanto me alegro con un cuento.

2 comentarios:

  1. nada como dormir tranquilo sabiendo que los lunares están todos puestos en su sitio...

    me encantó!

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  2. No solo vuela la imaginación sino que también generas ideas...
    Muy bueno!

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