El ventanal era grande, permitía ver a la ciudad, era un lugar acogedor para turistas pero sin alma, parecía una sala de hospital que había sido transformada en una oficina para gente innovadora, las paredes estaban pintadas de un verde que en la paleta se identificada como manzana tenue, había sillas que suponen ser muy cómodas pero que no necesariamente ofrecen soporte lumbar, un par de sillas plásticas con patas de maderas, mesas de fórmica y matas artificiales en varias esquinas que simulaban un ambiente tropical. En la barra no había mucho qué comer: unos pancakes secos, unos huevos revueltos que habían rendido con leche, mucho tocino y un par de manzanas y bananos. Se sirvió un café, cogió un tocino con la mano y se sentó frente al ventanal.
Afuera se veían unas rejillas que echaban humo, unos andenes amplios grises y mojados, algunas jardineras cubiertas de nieve blanca, carros, muchos carros, y mucha gente con prisa. Todo el mundo llevaba abrigos, bufandas, gorras. Se acordó de esas frías mañanas cuando corría el viento de la sierra y se imaginó que más tarde, cuando el sol estuviera más alto, el clima cambiaría. Tantas veces le había pasado igual. No tenía muchos planes, había aterrizado en Chicago por suerte, siempre había querido conocer esa ciudad donde había visto que los platos de pasta se congelaban con el tenedor adentro, le parecía ridículamente increíble.
Apretó un botón de un piso que le parecía extraño, lejano, y en pocos minutos estaba de vuelta a su habitación. Escogió con calma la ropa para salir: como toda la vida lo había tenido claro, el mejor truco era tener capas, ropa ligera más abajo, cobertura sencilla para el frío, rompevientos e impermeables arriba, unas buenas botas y unas medias gruesas, si los pies enfríaban sería el fin. Se volvió a montar al bólido, esta vez mucha gente también estaba lista para enfrentarse al frío de afuera, saludó con un tímido gemido y vio como algunas cabezas se movían en señal de aprobación.
A pesar de que todo en el hotel parecía nuevo, el vestíbulo tenía unos extraños paneles de madera colgados en las paredes y un tapete oscurísimo, casi negro, que hacían pesado su ambiente, parecía un bar anticuado. Tomó dos o tres panfletos que encontró y de pronto sin querer se dio cuenta que además de los espaguetis flotantes no sabía qué ver en Chicago. No se preocupó, atravesó la pesada puerta giratoria y sintió como un helaje se apoderaba de él, le penetró la piel, le hizo doler los músculos, le puso pesada la sangre y le llegó a los huesos. Inmediatamente tiritó, no había sentido nada igual, nunca antes.
Giró a la derecha con un ojo en los panfletos y otro en la acera, descubrió que había parches donde se podría resbalar y decidió parar en una esquina a ver a su alrededor. Era realmente impresionante esta ciudad. A su lado pasó una pareja que lo vio con ojos lascivos y un rayo de electricidad le quitó esa sensación de congelamiento que tenía hacía unos segundos. Sacó su celular, ubicó dos atracciones que aparecían en los panfletos y decidió caminar. Vio cientos de tiendas, se provocó de unos enormes tarros de crispetas que algunas personas pasaban comiendo y después de caminar, lo que pensó que era un rato, se dio cuenta de que ya estaba cerca al medio día.
Algo raro estaba pasando, era como si el Sol se hubiera dañado, a pesar del cielo azul, la falta de nubes y viento, seguía haciendo un frío impresionante. Se quedó pensando en lo extraño del Sol, en su infalible presencia y en lo raro que es pensar que muchos gases explotando al mismo tiempo tuvieran una forma redonda. Se sentó en unas escalinatas y a los pocos minutos se dio cuenta de que el Sol no estaba dañado, que en efecto se calentaba, era una cuestión que superaba al Sol.
El Sol era tan profundo que incluso en las noches de brisa y las madrugadas cuando bajaba el viento montañoso, incluso en esas semanas en las que nunca dejaba de llover, en todos los momentos de su vida hacía, al menos, un poco de calor y siempre, siempre, siempre, se podía sudar. En los peores días sudaba al salir de la ducha, en un sopor de medio día sudaba comiendo, en la hamaca cuando no podía dormir también sudaba y en la madrugada cuando se masturbaba para poder dormir le sudaban hasta las manos. En este frío, ni sentado al sol, se imaginaba que podría sudar. Caminó otro rato, subió unas escaleras y terminó en una fila eterna para poder comer. Desde el enorme ventanal, diagonal al plácido canal veía una construcción que le recordaba un castillo con letras negras con el nombre de un periódico empezó a sentir la necesidad de quitarse la ropa.
Las paredes eran amarillas, como si las hubieran pintado en otra época y después las hubiera tiznado el eterno humo de una cocina al carbón. Las lámparas, que colgaban por las paredes como enormes cascadas, también eran amarillas. Se sintió en el filtro que usan las películas gringas para retratar el calor de México y le dio un ataque de risa. Con sus ojos arrugados cruzó miradas con alguien que también estaba solo, cambió la carcajada por una fugaz sonrisa y se puso a detallar a ese extraño. Se parecía a los cientos de turistas que llenaban las playas a los pies de la montaña: pies largos y finos, probablemente con las uñas largas, piernas estilizadas, nalgas prominentes, una incipiente barriga que se escondía con brazos grandes de jugar baloncesto o béisbol, una cara casi cuadrada, pestañas caídas, pelo mono con algunos tintes rojos y las orejas cubiertas por una tenue peluza, seguramente alguna delicada evolución para protegerse del frío. Como siempre hacía cuando miraba con deseo a alguien se imaginó cada uno de su pelitos, se pensó cada uno de sus pliegues y se sintió azorado por el poco tiempo que necesitaba para que le creciera una erección.
Le tocó la barra, no tenía otra vista diferente a un tipo que organizaba las bebidas, es decir, halaba de unos tubos para que apareciera mágicamente una gaseosa, una cerveza, con suerte un poco de agua. Pidió cualquier cosa, no se había acostumbrado todavía a evitar la conversión y se aterró haciendo matemáticas que no creía posibles. Se dio la vuelta y vio al tipo que había visto en la fila dirigirse en su camino. Cliché del narrador, sí, un poco. Era lo que había. Se quedó pensando en esa película del hombre enmascarado y la frase de que Dios no juega a los dados, ni cree en las coincidencias. Al tipo lo sentaron dos sillas más allá. Era un sitio oscuro, a pesar de tener una increíble vista a la calle abarrotada de gente haciendo compras posnavideñas nadie parecía interesarse por lo que había afuera, el sol no alcanzaba a colarse por las pantallas de protección para los muebles y toda la decoración interna hacía que la luz no pudiera fluir: las mesas estaban divididas por enormes vitrales, una vez más amarillos; las sillas eran grandes y redondas, casi consumían a los clientes y sus viandas; las pocas paredes estaban otra vez decoradas con esos oscuros tablones de roble brillante; y las lámparas tenían bombillos halógenos que no cansaban pero tampoco alegraban.
La barra era una enorme placa de granito barato y oscuro, fácil de limpiar, imposible de mover. No hubo sillas que los separaran, terminaron la tarde, cuando una repentina llovizna se apoderó del exterior, tomando dos cervezas y hablando de qué hacía alguien tan claramente bronceado en la mitad de Chicago en esa época del año. Hablaron del trópico, él le habló del Sol dañado y al cabo de un rato unas frases cualquieras se volvieron una invitación de vuelta a la habitación del hotel. Mientras caminaban escudándose del frío, escuchaba a sus amigos decir: -tú sí eres arrecha-, cuando les contara lo que había pasado.
Volvieron al lúgubre vestíbulo, tomaron el veloz ascensor, cerraron la puerta del cuarto y se volcaron a los besos como si esto fuera lo último que podrían hacer en la vida. La ropa cayó despacio y en lugares donde se imaginó pliegues y pelos, encontró una figura mucho más fofa y mucho más lampiña de lo que había pensado, le dieron ganas de ser poseído por ese hombrón, escucho sus gemidos cuando lengua y manos recorrían su cuerpo y se encontró de repente desnudo, en la cama, acostado boca arriba retorciéndose de placer. De repente, la boca y la lengua empezaron a explorar partes a las que no estaba acostumbrado y cuando el tipo empezó a chupar el dedo gordo de su pie, sintió que algo estaba raro.
Nuevamente, sintió cómo una eternidad pasaba, vio con algo de tristeza como el otro se deleitaba con su dedo y se alcanzó a preocupar cuando sintió que la fuerza de la boca de este señor se aumentaba, vio unos espasmos sin sentido, escuchó un gemido ahogado por su pie. Se sentó, el otro dijo algo como "que rico" mientras se ponía calzoncillos y "gracias" cuando terminaba de abotonarse la camisa. Cerró la puerta después de un lánguido beso. No había sentido tanto frío, ni en la mañana, ni caminando, ni al sol. Nada lo había preparado para servir de chupón para que otra persona se masturbara. Nada lo había preparado para esto, nada le había parecido tan absurdo. Se acostó y se quedó dormido viendo al techo.
El Bayabuyiba
sábado, 25 de abril de 2020
miércoles, 18 de octubre de 2017
727
Acabamos de almorzar, pedimos un taxi y nos fuimos al extinto Carrefour a comprar unas pinturas. Todo se había acabado 4 semanas atrás después de un fin de semana que comenzó con muchos tragos suyos, unas clases mías y dos noches de dormir juntos sin tocarnos. Hicimos una última vez el amor a las carreras, compitiendo contra la restricción de pico y placa y no nos dijimos nada. Por semanas hablamos de negocios, cuando ya nos habíamos dicho todo lo demás y yo cumplí con mi palabra, de algo no se puede quejar es que soy un hombre que hizo todas las cosas que le prometió.
De repente, íbamos con dos baldes de pintura verde, yo iba pensando en el viejo hospital del Seguro Social que tenía un color muy parecido en Sogamoso cuando, atravesando el puente me quedé quieto. Él pensó que era el peso y también paró y me dijo que eso era justo lo que necesitaba, descansar. No dije nada y me quedé ahí, embelesado viendo el 727 despegar del altísimo aeropuerto de Bogotá a medio día.
Y entonces me acordé de Chicago, esa grabación en la que el piloto comentaba cómo el motor trasero impulsaba al 727 como ningún otro avión nunca antes había sido lanzado por los aires. Ahí estaba, ruidoso como él solo, dejando una estela de humo gigantesca, recordando que solo un avión con ese impulso de cola podría soportar el calor y la altura de El Dorado. -Que maravilha, que coisa linda, que é o meu amor-, dije, apenas por el placer de cantar, cogí la caneca y empecé a andar.
De repente, íbamos con dos baldes de pintura verde, yo iba pensando en el viejo hospital del Seguro Social que tenía un color muy parecido en Sogamoso cuando, atravesando el puente me quedé quieto. Él pensó que era el peso y también paró y me dijo que eso era justo lo que necesitaba, descansar. No dije nada y me quedé ahí, embelesado viendo el 727 despegar del altísimo aeropuerto de Bogotá a medio día.
Y entonces me acordé de Chicago, esa grabación en la que el piloto comentaba cómo el motor trasero impulsaba al 727 como ningún otro avión nunca antes había sido lanzado por los aires. Ahí estaba, ruidoso como él solo, dejando una estela de humo gigantesca, recordando que solo un avión con ese impulso de cola podría soportar el calor y la altura de El Dorado. -Que maravilha, que coisa linda, que é o meu amor-, dije, apenas por el placer de cantar, cogí la caneca y empecé a andar.
sábado, 19 de agosto de 2017
Besos de invierno
La primera vez que había sentido que él me gustaba teníamos 15 años. Pasaron exactamente los mismos tres lustros para volver a sabernos. Nos habíamos conocido en un bus camino al colegio, él era de mi mismo grado pero no estudiábamos en el mismo salón, cruzamos esa mirada bogotana que dice "sí, tú eres, sí, yo soy". Hablamos de alguna cosa y nos volvimos asiduos usuarios de la misma silla. Desapareció con el grado y volví a saber de él un día que me escribió un extraño en un chat para que nos viéramos, yo no recordaba su nombre, pero cuando le vi la cara dije: este es. Nos dimos besos debajo de las columnas del Palacio de Liévano, en la esquina que lleva a San Victorino y hasta ahí nos llegó el amor. Su boca me supo como a sal, como a cal, como a yogur sin azúcar, no supe describirlo pero me prometí no volver a hacerlo.
Años después apareció otra vez en mi Facebook, con una de esas extrañas e inesperadas solicitudes de amistad que me hizo saltar el corazón. Yo estaba montándome a la bicicleta, andaba en Amsterdam, quería pasar una canción del celular y ahí lo vi, en mi pantalla, como diciendo "volví, es tu oportunidad". Lo acepté y le di un beso a la pantalla, cursilerías de uno. Hablamos dos veces ese otoño y en invierno me propuse escapar del frío durante una semana perdido con los demás turistas en Barcelona. Le escribí, nuestro último mensaje había sido 3 meses antes.
Me dio indicaciones del tren que tenía que tomar, era un servicio francés que se adentraba en España y que costaba menos que Renfre o cualquier otro servicio. Allí estaba en la estación, con la cara brillante, como el primer día, acompañado de un hombre más viejo y con más pelo que él. Me lo presentó como el marido, uno me cogió de la mano y el otro agarró mi maleta, me llevaron hasta un carro y ahí ambos me dieron un beso, el sabor había cambiado, la técnica, sin dudas, también. El paseo de los tres comenzó en unas ruinas donde nos tomamos fotos como si fuéramos tres parejas diferentes.
Llegamos a casa, ellos se quitaron los zapatos y las camisetas y se fueron a cocinar, yo me quedé en la sala explorando sus discos y me tomé el atrevimiento de poner uno de Caetano, me parecía que la música compuesta en Londres extrañando a Bahía sonaría muy bien cerca del Mediterráneo, no me equivoqué. Cocieron unas verduras sencillas sobre una sartén, pusieron unos pedazos de pollo bañados en limón en un asador y comimos bañados en sudor, excusa perfecta para terminar los tres en una ducha pequeña en la que nuestros cuerpos andaban untados unos con los otros. Salimos con el cuerpo lleno de vapor y nos acostamos en una cama, ellos dos hicieron el amor y yo me masturbé viéndolos.
Me vine, por casualidad, a la hora exacta de irnos, de repente empezó a sonar una alarma que había puesto para recordar el tiempo exacto que tenía de llegar a la estación y tomar el tren de regreso.
Años después apareció otra vez en mi Facebook, con una de esas extrañas e inesperadas solicitudes de amistad que me hizo saltar el corazón. Yo estaba montándome a la bicicleta, andaba en Amsterdam, quería pasar una canción del celular y ahí lo vi, en mi pantalla, como diciendo "volví, es tu oportunidad". Lo acepté y le di un beso a la pantalla, cursilerías de uno. Hablamos dos veces ese otoño y en invierno me propuse escapar del frío durante una semana perdido con los demás turistas en Barcelona. Le escribí, nuestro último mensaje había sido 3 meses antes.
Me dio indicaciones del tren que tenía que tomar, era un servicio francés que se adentraba en España y que costaba menos que Renfre o cualquier otro servicio. Allí estaba en la estación, con la cara brillante, como el primer día, acompañado de un hombre más viejo y con más pelo que él. Me lo presentó como el marido, uno me cogió de la mano y el otro agarró mi maleta, me llevaron hasta un carro y ahí ambos me dieron un beso, el sabor había cambiado, la técnica, sin dudas, también. El paseo de los tres comenzó en unas ruinas donde nos tomamos fotos como si fuéramos tres parejas diferentes.
Llegamos a casa, ellos se quitaron los zapatos y las camisetas y se fueron a cocinar, yo me quedé en la sala explorando sus discos y me tomé el atrevimiento de poner uno de Caetano, me parecía que la música compuesta en Londres extrañando a Bahía sonaría muy bien cerca del Mediterráneo, no me equivoqué. Cocieron unas verduras sencillas sobre una sartén, pusieron unos pedazos de pollo bañados en limón en un asador y comimos bañados en sudor, excusa perfecta para terminar los tres en una ducha pequeña en la que nuestros cuerpos andaban untados unos con los otros. Salimos con el cuerpo lleno de vapor y nos acostamos en una cama, ellos dos hicieron el amor y yo me masturbé viéndolos.
Me vine, por casualidad, a la hora exacta de irnos, de repente empezó a sonar una alarma que había puesto para recordar el tiempo exacto que tenía de llegar a la estación y tomar el tren de regreso.
lunes, 10 de julio de 2017
Todo estaba acabado. Mi vida estaba completa, me había enamorado, había encontrado a alguien que me iba a acompañar por el resto de mis días. Qué más podía querer. Por supuesto, el pez muere por la boca, con todo listo, se me enloqueció el corazón. De repente el corazón no palpitaba por el mismo, se encontró con un nuevo amor.
Les voy a contar un poco de ese nuevo amor, me hizo ir hasta los confines de la casa de mis papás a buscar un libro para hacerle saber que lo pensaba todo el tiempo. Mis horas se volvieron un frenesí, un profundo enloquecimiento, revisar su actividad online, imaginar a cada uno de sus amigos, pensar personalidades para extraños, echarle un par de besos al aire y morirme de miedo al creer que él podría estar a mi lado un día en la calle y yo no sabría cómo actuar.
Llevo dos párrafos tratando de pensar cómo describirlo a él. Tal vez, mi palabra favorita sea encantador. Sí, como en película de Disney un día él se dio cuenta de que yo existía. ¡Jesúscristo! En lugar de ser arrogante y usar toda la información que yo le había compartido en mi contra, la usó a mi favor, lo recordaba todo. Y me pidió incluso un favor, que le compartiera un merengón. Como si yo no supiera que ese es su postre favorito, ojalá esté relleno de esa asquerosa guanábana.
Llegué sin merengón a nuestra primera cita, tal vez un intento desesperado por encontrar el rechazo y volver a lo que ya estaba consumado. No se molestó, apenas me hizo un par de chistes, me robó un beso y minutos después éramos un reguero de ropa y babas por todas partes. Tuvimos una de las mejores experiencias sexuales de mi vida, yo no sabía que tantas partes del cuerpo se podían alcanzar ni que las arcadas de placer se sentían de manera descontrolada ante diferentes impulsos. Terminamos y me agarró una horrible culpa, me quería bañar y para evitar la ducha, que habría suscitado muchas preguntas posteriores, preferí acostarme en su pecho y decirle: -estoy casado-.
-¿Casado? ¿Cómo?-. -Bueno, pues casado, del verbo llevo conviviendo con un señor por 5 años-. -¿Y a usted no le pareció importante decirme eso antes?-. -Antes no, igual se lo estoy diciendo ahora-. -Ahora, cuando estamos todavía enloquecidos por el agite y el sudor, bonito, muy bonito-. -Hay más-. -¿Más?-. -Sí, me voy en unos días y necesito compartir mi tiempo entre ustedes dos-. -¿Si no quiero?-. -Quiere, se le nota-.
No quiso, algo se rompió con mis palabras. De repente dejó de ser ese hombre arrollador, se volvió un cuerpo frío y lejano, como una estatua. Me levanté, fui al baño, oriné y al volver me encontré con una frase inesperada: -entonces, ¿le pido un taxi o un uber?-.
Les voy a contar un poco de ese nuevo amor, me hizo ir hasta los confines de la casa de mis papás a buscar un libro para hacerle saber que lo pensaba todo el tiempo. Mis horas se volvieron un frenesí, un profundo enloquecimiento, revisar su actividad online, imaginar a cada uno de sus amigos, pensar personalidades para extraños, echarle un par de besos al aire y morirme de miedo al creer que él podría estar a mi lado un día en la calle y yo no sabría cómo actuar.
Llevo dos párrafos tratando de pensar cómo describirlo a él. Tal vez, mi palabra favorita sea encantador. Sí, como en película de Disney un día él se dio cuenta de que yo existía. ¡Jesúscristo! En lugar de ser arrogante y usar toda la información que yo le había compartido en mi contra, la usó a mi favor, lo recordaba todo. Y me pidió incluso un favor, que le compartiera un merengón. Como si yo no supiera que ese es su postre favorito, ojalá esté relleno de esa asquerosa guanábana.
Llegué sin merengón a nuestra primera cita, tal vez un intento desesperado por encontrar el rechazo y volver a lo que ya estaba consumado. No se molestó, apenas me hizo un par de chistes, me robó un beso y minutos después éramos un reguero de ropa y babas por todas partes. Tuvimos una de las mejores experiencias sexuales de mi vida, yo no sabía que tantas partes del cuerpo se podían alcanzar ni que las arcadas de placer se sentían de manera descontrolada ante diferentes impulsos. Terminamos y me agarró una horrible culpa, me quería bañar y para evitar la ducha, que habría suscitado muchas preguntas posteriores, preferí acostarme en su pecho y decirle: -estoy casado-.
-¿Casado? ¿Cómo?-. -Bueno, pues casado, del verbo llevo conviviendo con un señor por 5 años-. -¿Y a usted no le pareció importante decirme eso antes?-. -Antes no, igual se lo estoy diciendo ahora-. -Ahora, cuando estamos todavía enloquecidos por el agite y el sudor, bonito, muy bonito-. -Hay más-. -¿Más?-. -Sí, me voy en unos días y necesito compartir mi tiempo entre ustedes dos-. -¿Si no quiero?-. -Quiere, se le nota-.
No quiso, algo se rompió con mis palabras. De repente dejó de ser ese hombre arrollador, se volvió un cuerpo frío y lejano, como una estatua. Me levanté, fui al baño, oriné y al volver me encontré con una frase inesperada: -entonces, ¿le pido un taxi o un uber?-.
lunes, 1 de mayo de 2017
Disculpe usted
Me habría gustado decirle que lo amaba pero eso de qué habría servido, para qué habría alguien querido escuchar eso en un bus. No habría sido capaz de escuchar su rechazo ni de ver su cara de asco al saberme confesado, era más fácil así, contemplarlo en la lejura de un transporte. Le vi sus facciones, perfectas: tres pelitos en la barba, unos anteojos cafés y una mirada perdida. Quise besar sus labios. Vaya que sí. Me detuve en su bufanda y un escalofrío recorrió mi espalda, como son de sexys los hombres que se atreven a vestir un poquito femenino. Bajé a su paquete, poco pero sustancioso, de esos que uno no sabe si será en serio o solo efecto de la costura del pantalón. Me volteé para verle las nalgas y ahí estaba, esa colita perfecta que me desencajó.
Me imaginé nuestra conversación: -disculpe usted, le he visto y me he enamorado-. Por supuesto, tenía que ser así, muy formal. Me respondería: -¡disculpe usted! ¿por quién me toma?-. -Solo por un hombre muy guapo, una belleza digna de admirar-. -Pues no más, déjelo hasta ahí-. Y me habría quedado ahí, yo, con mi carota de idiota.
Me imaginé nuestra conversación: -disculpe usted, le he visto y me he enamorado-. Por supuesto, tenía que ser así, muy formal. Me respondería: -¡disculpe usted! ¿por quién me toma?-. -Solo por un hombre muy guapo, una belleza digna de admirar-. -Pues no más, déjelo hasta ahí-. Y me habría quedado ahí, yo, con mi carota de idiota.
domingo, 26 de febrero de 2017
Falta
Llegó a Bogotá en bus, estaba tan feliz de llegar a otro lado que ni se dio cuenta de los huecos. Se bajó en el terminal y caminó por un pasillo que le pareció simplemente eterno, después de notar que el clima cambiaba mientras se acercaba a la salida, notó por primera vez que la boca expedía un vapor helado que se parecía al de las películas navideñas que repetían en Venevisión cada domingo en la tarde. Lo estaba esperando, como habían hablado, el guajiro, un hombre grande que le había prometido un trabajo si era capaz de llegar a la capital de Colombia durante el fin de semana.
Por supuesto, llegar a Bogotá no era una tarea fácil, había que viajar a San Cristóbal, atravesar el puente a pie, conseguir una casa de cambios en Cúcuta que tuviera intención de comprar sus desvalorizados bolívares y por unos miles de pesos tomar un bus, que sale casi cada 3 horas a la capital y que después de serpentear por tres departamentos por 15 horas llega a su destino.
Su primer cliente fue un hombre callado, que pidió que le arreglaran la barba. Lo recostó en la camilla, le puso una toalla húmeda y caliente, preparó la espuma y con una cuchilla tan afilada como era posible le quitó cada uno de los pelos que cubrían parte de su cara y cuello. Se fue sin decir muchas palabras y siguió un más alto, con más pelo y con menos ganas de hablar.
La verdad es que sí quería hablar, porque no puede mantener la boca cerrada pero sabía que la mejor forma de decir muchas cosas sin casi hablar es hacer preguntas. No fue capaz de entender su acento, a pesar de haber estado miles de veces en Venezuela antes de la revolución, y preguntó de dónde era, cuando escuchó la respuesta, se dio cuenta de su ridiculez, era maracucho.
La siguiente pregunta fue de cuántos días llevaba en Bogotá y la respuesta fue que ni siquiera una semana. Le espetó que entonces no había visto un verdadero aguacero y el veneco le preguntó que si era peor que el de la noche anterior. ¿Peor? En esta sabana puede llover una semana sin parar y nadie se inmuta. ¿En serio? Si ya así estaba en problemas, había lavado a mano su ropa y todavía no estaba seca, cuánto se demoraría si el aguacero era eterno. Después le contó la travesía por el páramo de Berlín y la tristeza que había sentido de dejar a su familia.
Se levantó, le dio la mano y sonrió al salir. No tuvo que hacer fila en un banco o montarse a un sucio bus para poder descargar las ganas de hablar con alguien, a veces eso hace mucha falta.
Por supuesto, llegar a Bogotá no era una tarea fácil, había que viajar a San Cristóbal, atravesar el puente a pie, conseguir una casa de cambios en Cúcuta que tuviera intención de comprar sus desvalorizados bolívares y por unos miles de pesos tomar un bus, que sale casi cada 3 horas a la capital y que después de serpentear por tres departamentos por 15 horas llega a su destino.
Su primer cliente fue un hombre callado, que pidió que le arreglaran la barba. Lo recostó en la camilla, le puso una toalla húmeda y caliente, preparó la espuma y con una cuchilla tan afilada como era posible le quitó cada uno de los pelos que cubrían parte de su cara y cuello. Se fue sin decir muchas palabras y siguió un más alto, con más pelo y con menos ganas de hablar.
La verdad es que sí quería hablar, porque no puede mantener la boca cerrada pero sabía que la mejor forma de decir muchas cosas sin casi hablar es hacer preguntas. No fue capaz de entender su acento, a pesar de haber estado miles de veces en Venezuela antes de la revolución, y preguntó de dónde era, cuando escuchó la respuesta, se dio cuenta de su ridiculez, era maracucho.
La siguiente pregunta fue de cuántos días llevaba en Bogotá y la respuesta fue que ni siquiera una semana. Le espetó que entonces no había visto un verdadero aguacero y el veneco le preguntó que si era peor que el de la noche anterior. ¿Peor? En esta sabana puede llover una semana sin parar y nadie se inmuta. ¿En serio? Si ya así estaba en problemas, había lavado a mano su ropa y todavía no estaba seca, cuánto se demoraría si el aguacero era eterno. Después le contó la travesía por el páramo de Berlín y la tristeza que había sentido de dejar a su familia.
Se levantó, le dio la mano y sonrió al salir. No tuvo que hacer fila en un banco o montarse a un sucio bus para poder descargar las ganas de hablar con alguien, a veces eso hace mucha falta.
lunes, 20 de febrero de 2017
Cómo proceder
-No estoy bravo-, dijo poco minutos después de que sonó el despertador, era el saludo más honesto que había dado en mucho tiempo, no era furia lo que lo consumía en ese momento, apenas desespero, ganas de salir corriendo. Qué había pasado, pues no mucho, la verdad. Solo que no sus cuerpos habían dejado de conectarse y las mentes, siempre fugaces, lo habían notado muy tarde. -No estoy bravo, solo quiero salir de aquí-. -¿Cómo así?-. -Pues sí, quiero salir-. El problema es que tampoco sabía para dónde se quería ir, no quería estar ahí pero no tenía las ganas, o la energía, para irse. Cómo proceder.
-Pues si se quiere ir, váyase-. -Sí, me quiero ir, pero no sé cómo-. -Deme un beso y váyase-. -No puedo, no le quiero dar besos, no quiero irme, quiero que me sienta por una última vez, que me mire con ojos de piedad, que me ruegue con las caderas que me mueva más rápido, qué sé yo-. -Usted es todo un personaje-. Ahí se le hincharon los ojos y el orgullo, quería decirle todas las cosas que estaban bien, las ganas de penetrarlo, lo oscuro de sus ganas de ahorcarlo la noche anterior cuando en medio su borrachera había encontrado la forma de hacerle ver todos sus defectos con sus amigos, el desespero que le causaba tener que estar siempre rodeado de otros, la forma como se sonreía cuando pensaba en sus canas. Cómo proceder.
No, mil veces no. Así no se podía ir, no quería dejar las cobijas calientes detrás suyo. Y a la vez sentía que era la única forma correcta de decir adiós. Cómo proceder. Se levantó, se puso la ropa, escribió en una tarjeta de presentación que tenía en la billetera un simple "chao" y dejó la habitación sin más protocolos.
-Pues si se quiere ir, váyase-. -Sí, me quiero ir, pero no sé cómo-. -Deme un beso y váyase-. -No puedo, no le quiero dar besos, no quiero irme, quiero que me sienta por una última vez, que me mire con ojos de piedad, que me ruegue con las caderas que me mueva más rápido, qué sé yo-. -Usted es todo un personaje-. Ahí se le hincharon los ojos y el orgullo, quería decirle todas las cosas que estaban bien, las ganas de penetrarlo, lo oscuro de sus ganas de ahorcarlo la noche anterior cuando en medio su borrachera había encontrado la forma de hacerle ver todos sus defectos con sus amigos, el desespero que le causaba tener que estar siempre rodeado de otros, la forma como se sonreía cuando pensaba en sus canas. Cómo proceder.
No, mil veces no. Así no se podía ir, no quería dejar las cobijas calientes detrás suyo. Y a la vez sentía que era la única forma correcta de decir adiós. Cómo proceder. Se levantó, se puso la ropa, escribió en una tarjeta de presentación que tenía en la billetera un simple "chao" y dejó la habitación sin más protocolos.
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