sábado, 25 de abril de 2020

El Sol dañado

El ventanal era grande, permitía ver a la ciudad, era un lugar acogedor para turistas pero sin alma, parecía una sala de hospital que había sido transformada en una oficina para gente innovadora, las paredes estaban pintadas de un verde que en la paleta se identificada como manzana tenue, había sillas que suponen ser muy cómodas pero que no necesariamente ofrecen soporte lumbar, un par de sillas plásticas con patas de maderas, mesas de fórmica y matas artificiales en varias esquinas que simulaban un ambiente tropical. En la barra no había mucho qué comer: unos pancakes secos, unos huevos revueltos que habían rendido con leche, mucho tocino y un par de manzanas y bananos. Se sirvió un café, cogió un tocino con la mano y se sentó frente al ventanal.

Afuera se veían unas rejillas que echaban humo, unos andenes amplios grises y mojados, algunas jardineras cubiertas de nieve blanca, carros, muchos carros, y mucha gente con prisa. Todo el mundo llevaba abrigos, bufandas, gorras. Se acordó de esas frías mañanas cuando corría el viento de la sierra y se imaginó que más tarde, cuando el sol estuviera más alto, el clima cambiaría. Tantas veces le había pasado igual. No tenía muchos planes, había aterrizado en Chicago por suerte, siempre había querido conocer esa ciudad donde había visto que los platos de pasta se congelaban con el tenedor adentro, le parecía ridículamente increíble.

Apretó un botón de un piso que le parecía extraño, lejano, y en pocos minutos estaba de vuelta a su habitación. Escogió con calma la ropa para salir: como toda la vida lo había tenido claro, el mejor truco era tener capas, ropa ligera más abajo, cobertura sencilla para el frío, rompevientos e impermeables arriba, unas buenas botas y unas medias gruesas, si los pies enfríaban sería el fin. Se volvió a montar al bólido, esta vez mucha gente también estaba lista para enfrentarse al frío de afuera, saludó con un tímido gemido y vio como algunas cabezas se movían en señal de aprobación.

A pesar de que todo en el hotel parecía nuevo, el vestíbulo tenía unos extraños paneles de madera colgados en las paredes y un tapete oscurísimo, casi negro, que hacían pesado su ambiente, parecía un bar anticuado. Tomó dos o tres panfletos que encontró y de pronto sin querer se dio cuenta que además de los espaguetis flotantes no sabía qué ver en Chicago. No se preocupó, atravesó la pesada puerta giratoria y sintió como un helaje se apoderaba de él, le penetró la piel, le hizo doler los músculos, le puso pesada la sangre y le llegó a los huesos. Inmediatamente tiritó, no había sentido nada igual, nunca antes.

Giró a la derecha con un ojo en los panfletos y otro en la acera, descubrió que había parches donde se podría resbalar y decidió parar en una esquina a ver a su alrededor. Era realmente impresionante esta ciudad. A su lado pasó una pareja que lo vio con ojos lascivos y un rayo de electricidad le quitó esa sensación de congelamiento que tenía hacía unos segundos. Sacó su celular, ubicó dos atracciones que aparecían en los panfletos y decidió caminar. Vio cientos de tiendas, se provocó de unos enormes tarros de crispetas que algunas personas pasaban comiendo y después de caminar, lo que pensó que era un rato, se dio cuenta de que ya estaba cerca al medio día.

Algo raro estaba pasando, era como si el Sol se hubiera dañado, a pesar del cielo azul, la falta de nubes y viento, seguía haciendo un frío impresionante. Se quedó pensando en lo extraño del Sol, en su infalible presencia y en lo raro que es pensar que muchos gases explotando al mismo tiempo tuvieran una forma redonda. Se sentó en unas escalinatas y a los pocos minutos se dio cuenta de que el Sol no estaba dañado, que en efecto se calentaba, era una cuestión que superaba al Sol.

El Sol era tan profundo que incluso en las noches de brisa y las madrugadas cuando bajaba el viento montañoso, incluso en esas semanas en las que nunca dejaba de llover, en todos los momentos de su vida hacía, al menos, un poco de calor y siempre, siempre, siempre, se podía sudar. En los peores días sudaba al salir de la ducha, en un sopor de medio día sudaba comiendo, en la hamaca cuando no podía dormir también sudaba y en la madrugada cuando se masturbaba para poder dormir le sudaban hasta las manos. En este frío, ni sentado al sol, se imaginaba que podría sudar. Caminó otro rato, subió unas escaleras y terminó en una fila eterna para poder comer. Desde el enorme ventanal, diagonal al plácido canal veía una construcción que le recordaba un castillo con letras negras con el nombre de un periódico empezó a sentir la necesidad de quitarse la ropa.

Las paredes eran amarillas, como si las hubieran pintado en otra época y después las hubiera tiznado el eterno humo de una cocina al carbón. Las lámparas, que colgaban por las paredes como enormes cascadas, también eran amarillas. Se sintió en el filtro que usan las películas gringas para retratar el calor de México y le dio un ataque de risa. Con sus ojos arrugados cruzó miradas con alguien que también estaba solo, cambió la carcajada por una fugaz sonrisa y se puso a detallar a ese extraño. Se parecía a los cientos de turistas que llenaban las playas a los pies de la montaña: pies largos y finos, probablemente con las uñas largas, piernas estilizadas, nalgas prominentes, una incipiente barriga que se escondía con brazos grandes de jugar baloncesto o béisbol, una cara casi cuadrada, pestañas caídas, pelo mono con algunos tintes rojos y las orejas cubiertas por una tenue peluza, seguramente alguna delicada evolución para protegerse del frío. Como siempre hacía cuando miraba con deseo a alguien se imaginó cada uno de su pelitos, se pensó cada uno de sus pliegues y se sintió azorado por el poco tiempo que necesitaba para que le creciera una erección.

Le tocó la barra, no tenía otra vista diferente a un tipo que organizaba las bebidas, es decir, halaba de unos tubos para que apareciera mágicamente una gaseosa, una cerveza, con suerte un poco de agua. Pidió cualquier cosa, no se había acostumbrado todavía a evitar la conversión y se aterró haciendo matemáticas que no creía posibles. Se dio la vuelta y vio al tipo que había visto en la fila dirigirse en su camino. Cliché del narrador, sí, un poco. Era lo que había. Se quedó pensando en esa película del hombre enmascarado y la frase de que Dios no juega a los dados, ni cree en las coincidencias. Al tipo lo sentaron dos sillas más allá. Era un sitio oscuro, a pesar de tener una increíble vista a la calle abarrotada de gente haciendo compras posnavideñas nadie parecía interesarse por lo que había afuera, el sol no alcanzaba a colarse por las pantallas de protección para los muebles y toda la decoración interna hacía que la luz no pudiera fluir: las mesas estaban divididas por enormes vitrales, una vez más amarillos; las sillas eran grandes y redondas, casi consumían a los clientes y sus viandas; las pocas paredes estaban otra vez decoradas con esos oscuros tablones de roble brillante; y las lámparas tenían bombillos halógenos que no cansaban pero tampoco alegraban.

La barra era una enorme placa de granito barato y oscuro, fácil de limpiar, imposible de mover. No hubo sillas que los separaran, terminaron la tarde, cuando una repentina llovizna se apoderó del exterior, tomando dos cervezas y hablando de qué hacía alguien tan claramente bronceado en la mitad de Chicago en esa época del año. Hablaron del trópico, él le habló del Sol dañado y al cabo de un rato unas frases cualquieras se volvieron una invitación de vuelta a la habitación del hotel. Mientras caminaban escudándose del frío, escuchaba a sus amigos decir: -tú sí eres arrecha-, cuando les contara lo que había pasado.

Volvieron al lúgubre vestíbulo, tomaron el veloz ascensor, cerraron la puerta del cuarto y se volcaron a los besos como si esto fuera lo último que podrían hacer en la vida. La ropa cayó despacio y en lugares donde se imaginó pliegues y pelos, encontró una figura mucho más fofa y mucho más lampiña de lo que había pensado, le dieron ganas de ser poseído por ese hombrón, escucho sus gemidos cuando lengua y manos recorrían su cuerpo y se encontró de repente desnudo, en la cama, acostado boca arriba retorciéndose de placer. De repente, la boca y la lengua empezaron a explorar partes a las que no estaba acostumbrado y cuando el tipo empezó a chupar el dedo gordo de su pie, sintió que algo estaba raro.

Nuevamente, sintió cómo una eternidad pasaba, vio con algo de tristeza como el otro se deleitaba con su dedo y se alcanzó a preocupar cuando sintió que la fuerza de la boca de este señor se aumentaba, vio unos espasmos sin sentido, escuchó un gemido ahogado por su pie. Se sentó, el otro dijo algo como "que rico" mientras se ponía calzoncillos y "gracias" cuando terminaba de abotonarse la camisa. Cerró la puerta después de un lánguido beso. No había sentido tanto frío, ni en la mañana, ni caminando, ni al sol. Nada lo había preparado para servir de chupón para que otra persona se masturbara. Nada lo había preparado para esto, nada le había parecido tan absurdo. Se acostó y se quedó dormido viendo al techo.



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