La primera vez que había sentido que él me gustaba teníamos 15 años. Pasaron exactamente los mismos tres lustros para volver a sabernos. Nos habíamos conocido en un bus camino al colegio, él era de mi mismo grado pero no estudiábamos en el mismo salón, cruzamos esa mirada bogotana que dice "sí, tú eres, sí, yo soy". Hablamos de alguna cosa y nos volvimos asiduos usuarios de la misma silla. Desapareció con el grado y volví a saber de él un día que me escribió un extraño en un chat para que nos viéramos, yo no recordaba su nombre, pero cuando le vi la cara dije: este es. Nos dimos besos debajo de las columnas del Palacio de Liévano, en la esquina que lleva a San Victorino y hasta ahí nos llegó el amor. Su boca me supo como a sal, como a cal, como a yogur sin azúcar, no supe describirlo pero me prometí no volver a hacerlo.
Años después apareció otra vez en mi Facebook, con una de esas extrañas e inesperadas solicitudes de amistad que me hizo saltar el corazón. Yo estaba montándome a la bicicleta, andaba en Amsterdam, quería pasar una canción del celular y ahí lo vi, en mi pantalla, como diciendo "volví, es tu oportunidad". Lo acepté y le di un beso a la pantalla, cursilerías de uno. Hablamos dos veces ese otoño y en invierno me propuse escapar del frío durante una semana perdido con los demás turistas en Barcelona. Le escribí, nuestro último mensaje había sido 3 meses antes.
Me dio indicaciones del tren que tenía que tomar, era un servicio francés que se adentraba en España y que costaba menos que Renfre o cualquier otro servicio. Allí estaba en la estación, con la cara brillante, como el primer día, acompañado de un hombre más viejo y con más pelo que él. Me lo presentó como el marido, uno me cogió de la mano y el otro agarró mi maleta, me llevaron hasta un carro y ahí ambos me dieron un beso, el sabor había cambiado, la técnica, sin dudas, también. El paseo de los tres comenzó en unas ruinas donde nos tomamos fotos como si fuéramos tres parejas diferentes.
Llegamos a casa, ellos se quitaron los zapatos y las camisetas y se fueron a cocinar, yo me quedé en la sala explorando sus discos y me tomé el atrevimiento de poner uno de Caetano, me parecía que la música compuesta en Londres extrañando a Bahía sonaría muy bien cerca del Mediterráneo, no me equivoqué. Cocieron unas verduras sencillas sobre una sartén, pusieron unos pedazos de pollo bañados en limón en un asador y comimos bañados en sudor, excusa perfecta para terminar los tres en una ducha pequeña en la que nuestros cuerpos andaban untados unos con los otros. Salimos con el cuerpo lleno de vapor y nos acostamos en una cama, ellos dos hicieron el amor y yo me masturbé viéndolos.
Me vine, por casualidad, a la hora exacta de irnos, de repente empezó a sonar una alarma que había puesto para recordar el tiempo exacto que tenía de llegar a la estación y tomar el tren de regreso.
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